Titulé mi artículo anterior “Ya estamos polarizados” (LD, 19/3). Con esta afirmación intenté poner el acento en la bifurcación que se observa en la intención de voto para los comicios del 4-M en la Comunidad de Madrid. En un polo estarán los ciudadanos que se decanten por la candidata constitucionalista Isabel Díaz Ayuso votando al PP o, indirectamente, a Vox, y en el opuesto estarán los que aborrecen visceralmente la racionalidad que ella representa y lo demostrarán optando por uno de los partidos que, con distintos rótulos, sustentan al monstruo del doctor Frankenstein. Así de claro.
Virtudes y defectos del centro
Aunque dadas las circunstancias puse el foco en Madrid, también quise reflejar lo que a mi juicio sucede en toda España. Es imposible encontrar afinidades y puntos de contacto entre los ciudadanos respetuosos del Estado de Derecho y los que idealizan las trincheras de la guerra incivil, sueñan con vengar su derrota en ella y reivindican a los protagonistas del terrorismo impenitente, a los supremacistas étnicos y a los dictadores comunistas de antaño y a los bananeros de hoy.
Lo que tranquiliza, sin embargo, es pensar que lo que existe dentro del polo sano es una mayoría de ciudadanos rectos que aseguran la supervivencia de la sociedad abierta y democrática. Existe el centro. Entiéndase bien: no me refiero a partidos políticos específicos, ni a sus líderes circunstanciales ni a la adscripción a determinadas ideologías. Esta es la virtud del centro: no está encerrado en compartimientos estancos. Y es también su mayor defecto: está tan disperso que muchas veces no puede hacer sentir su peso cuando este es imprescindible.
Centro, centro, centro
Afortunadamente, durante la Transición el sentido común aglutinó al centro y este se impuso, representado por la UCD, pero con ramificaciones en PSOE, AP y PCE. A continuación se situó en el PSOE de Felipe González, acompañado siempre por sus gemelos en los partidos de la oposición democrática. Para encarnarse finalmente en el PP de José María Aznar, sin decaer por eso en sus competidores. Centro, centro, centro.
Durante aquella etapa, el tumor maligno que crecía en el otro polo de la bifurcación siguió desarrollándose. Los asesinos etarras imponían la ley de la selva. La minoría racista de Cataluña se adueñaba de todas las palancas del poder regional, y brotaba una metástasis bolchevizante alimentada inicialmente por el dogmático Julio Anguita y después por el profeta del odio Pablo Iglesias Turrión. Un fenómeno patológico que culminó con el advenimiento de los aprendices de brujo José Luis Rodríguez Zapatero y Pedro Sánchez, que expulsaron al centro del Gobierno.
Los anticuerpos del centro
El centro genera anticuerpos cuando se siente amenazado. Esto explica que aparecieran sucesivamente dos partidos políticos que se definieron, con algunos matices, como centristas y liberales. El primero fue Unión Progreso y Democracia, de trayectoria accidentada y hoy casi extinguido, pero cuya fundadora, Rosa Díez, continúa siendo una de las voces más lúcidas de nuestra escena política. El segundo fue Ciutadans, que nació en Cataluña para combatir el órdago secesionista y restablecer las normas de convivencia civilizada dentro de la región, manteniéndola cohesionada con el Reino de España. Cambió su nombre por el de Ciudadanos cuando amplió su actividad a todo el territorio.
Ciudadanos está en la UCI y no voy a especular sobre la posibilidad de que sobreviva. Pero el centro seguirá existiendo porque es el espacio hacia el cual gravita, impulsada por la sensatez y la cultura, la mayoría de los ciudadanos biempensantes. Los 4.134.600 votos que cosechó Ciudadanos en abril del 2019 no testimoniaron la lealtad a un partido político o a sus dirigentes. Fueron la prueba de que un sector considerable del pueblo español aspira a vivir en una sociedad laica, de ciudadanos libres e iguales, y gobernada por los valores, derechos y deberes que consagra la Constitución, al amparo de una Monarquía parlamentaria.
Millones de centristas
Pero no nos engañemos: ni esos votos tienen dueño ni representan la totalidad del centro. Hay muchos otros millones de ciudadanos que siendo de centro han votado y seguirán votando a los populares y a Vox. Sí, hay centristas que votan a Vox porque su rotundo discurso patriótico eclipsa las ostensibles diferencias sobre temas sociales. Y otros votan, con reminiscencias del centrismo felipista, al PSOE. Suman –sumamos– millones de centristas. Me atrevo a argumentar que somos mayoría.
La paradoja cobrará forma en las elecciones de la Comunidad de Madrid. Teóricamente, si hay dos polos hay dos extremos. Pues no. En Madrid el centro estará precisamente en uno de los dos polos, que no es extremo. Es el que agrupa en torno a la candidatura de Isabel Díaz Ayuso a conservadores, liberales, socialdemócratas y heterodoxos.
El otro polo no podrá ocultar su extremismo detrás de un títere “soso, serio y formal” que está al servicio del dueño del circo, el doctor Frankenstein. La estrella de este polo faccioso es Pablo Iglesias Turrión, atornillado mientras puede a su poltrona, y cuando suene la voz del amo los figurantes se alinearán disciplinadamente detrás de él en la plataforma del odio. Ese día Ángel Gabilondo dirá: “Con este Iglesias, sí”. Al fin y al cabo es candidato del partido que gobierna amancebado con Iglesias, Otegi, Rufián y el resto de la carcundia totalitaria. ¿Y Ciudadanos? Mutis por el foro en Madrid. Hasta que el centro liberal se regenere con otros líderes y con ese u otro nombre, en solitario o dentro del PP.
Mientras tanto, sigue en pie la consigna del centro histórico: “Comunismo o libertad”. Y mi favorita: “Barbarie o civilización”.