
El contubernio sanchista-comunista ya ha dado el golpe de Estado. Lo puso en marcha apenas entró en la Moncloa amancebado con unos partidos políticos que se autodefinen extranjeros al atribuirse la representación de unos míticos Països Catalans y desentenderse explícitamente de la gobernabilidad de España, y con otros que suman a una extranjería de naturaleza racista su parentesco con la banda criminal ETA . Y lo consumó el pasado 25 de septiembre cuando cometió la barrabasada de vetar el desplazamiento de Felipe VI por el territorio de su reino. Un acto sedicioso que podría haber sido abortado mediante el despliegue de las Fuerzas Armadas en cumplimiento del artículo 8.2 de la Constitución, el cual les confiere la misión de “garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento institucional”.
Todo tiene un límite
Un caso paradigmático. Los partidos extranjeros han puesto en jaque la integridad territorial al apropiarse de cuatro provincias para convertirlas en su reserva feudal y se han sublevado contra el ordenamiento institucional encarnado tanto en la Monarquía parlamentaria como en el Poder Judicial. Si hubiera sido necesario proteger la persona del Rey, amenazada por las hordas de vándalos cuya existencia como factor disuasorio del viaje reconoció el ministro complaciente Grande-Marlaska, habría bastado que lo acompañara, por ejemplo, una dotación de la Guardia Real, para imponer respeto, con su sola presencia, a la chusma revoltosa. Siempre cumpliendo con el mandato constitucional.
Los golpistas siguieron adelante con sus planes porque sabían que la Jefatura del Estado atesora la cordura suficiente para buscar respuestas civilizadas a las provocaciones de los bárbaros. Pero todo tiene un límite.
La dinastía comunista
Los lenguaraces del golpismo nos aturden con invocaciones a la democracia republicana, que presentan como la panacea contra la vía dinástica de la Monarquía. Ocultan que las repúblicas que les sirven de modelo se rigen por la dinastía del Partido Comunista o de otros de la misma matriz totalitaria, como el peronismo. Una dinastía, la comunista, cuyo paterfamilias es un sátrapa que le pasa el poder a su sucesor con la autoridad del dedazo, aunque a veces se solapa con la familiar, como en Corea del Norte y en el kirchnerismo. El Conducator Pablo Iglesias promete implantar una dictadura hegemónica con esta genealogía leninista cuando afirma que el Partido Popular nunca volverá a entrar en el Consejo de Ministros. ¿Con qué retoño de la KGB republicana socialista soviética trasplantado al chavismo ibérico cuenta para impedirlo?
El título de demócratas de estos alevines de dictadores es tan falso como los de máster o doctor que injertan en algunos de sus currículos. Recordemos que Pedro Sánchez fue defenestrado de la Ejecutiva del PSOE por sus compañeros, que conocían a fondo su felonía congénita. ¿Y cuál fue la magnitud de la reacción popular que lo devolvió al puesto de mando? Obtuvo unos anémicos 74.223 votos de simpatizantes aborregados en una elección primaria. Hasta el súbdito de los Països Catalans y hoy inhabilitado por la Justicia, Quim Torra (alias “Aprieten/Empujen”), confesó, riendo, haberle brindado su apoyo (El Español, 16/5/2018). Bastaron 74.223 termitas para pulverizar el histórico PSOE.
Belicosidad sectaria
Los incineradores del texto constitucional hurgan en sus cenizas buscando un artículo que obligue al Rey a guardar silencio cuando ellos se ciscan en el Estado de Derecho. Claman por la neutralidad del Monarca mientras ellos emplean todos los medios espurios para desembarazarse de los valores de la Transición. Valores que se tradujeron en cuarenta años de convivencia en paz y prosperidad, y que bloquean sus proyectos balcanizadores. Es la hez guerracivilista la que despliega una belicosidad sectaria ante la que es imposible permanecer neutral.
Sería insensato pedirle al Rey que tome partido en controversias sociales ajenas a su potestad, ya se trate de la tauromaquia o de los derechos de los transexuales. Pero no puede ser neutral en aquellas cuestiones que según el artículo 56 de la Constitución son de su exclusiva competencia: “El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones, asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica, y ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes”. Estas fueron las funciones que ejerció al pronunciar su magistral discurso del 3 de octubre del 2017 en defensa de la permanencia y unidad del Estado.
Es verdad que los actos del Rey deben ser previamente refrendados por el Gobierno. Pero esto no cancela los poderes que le confiere el citado artículo 56 de la Constitución, en ejercicio de los cuales lo más elemental que puede hacer es trasladarse de un punto a otro de su país. Y, con más razón, si lo hace para presidir una ceremonia asociada al “funcionamiento regular de las instituciones”. En este caso el Poder Judicial, tan aborrecido por todos los delincuentes, desde los carteristas urbanos hasta los sediciosos, malversadores y corruptos del espectro político.
Dos bastiones institucionales
Ya han dado el golpe de Estado. Han confinado al Rey y han emprendido una cruzada de odio visceral contra el sistema constitucional que fue avalado por una mayoría abrumadora de ciudadanos cuando los consultaron. Ahora los perjuros sanchistas, los comunistas recalcitrantes, los renegados del país donde nacieron y lucraron, y los albaceas de los asesinos etarras, se han confabulado en un bloque de legisladores (LV, 27/9) que pugnan por infiltrar a los portadores de su veneno ideológico en el Poder Judicial, uno de los dos bastiones institucionales que todavía se levantan para frenar la ofensiva antiespañola.
Si sumamos fuerzas sin exclusiones, los patriotas aún podemos derrotarlos civilizadamente para romper el cerco al Rey y recuperar la vigencia de la Constitución, sin necesidad de recurrir al segundo bastión que nos reserva el hibernado artículo 8.2 de la Carta Magna, arriba citado. La unidad de nuestra España constitucional es, además, la condición sine qua non para recibir los fondos de recuperación de la Comunidad Europea. Ahora es a la sociedad organizada a la que le toca apretar.