Resulta comprensible la satisfacción constitucionalista por el hecho de que este martes se haya evitado el insuperable ridículo internacional –y, lo que es más grave, la clamorosa ilegalidad– que habría supuesto la investidura como presidente de la Generalidad del depuesto y prófugo golpista Carles Puigdemont. No menos lógico resulta que se celebren las debilidades y flaquezas que destilan los mensajes de móvil del personaje, ya sean interceptados o filtrados.
Ahora bien, aun cuando Puigdemont estuviera dispuesto a arrojar la toalla –lo que todavía está por ver–, o los separatistas a desembarazarse de él –lo que parece ser el caso–, hay que tener presente que el ilegal proceso secesionista iniciado en Cataluña en 2012 –el mismo que, desde entonces y cada dos o tres meses, tantos insisten ilusamente en dar por muerto– ni empezó con la llegada de Puigdemont a la Presidencia de la Generalidad ni tampoco va a acabar el día en que constate definitivamente su imposible regreso al cargo. Puigdemont podrá estar tan muerto políticamente como llegó a estarlo Artur Mas, pero eso no significa, en modo alguno, que lo esté un desafío a la Nación y al Estado de Derecho que sigue contando con innumerables redes clientelares, durmientes cuando no activas estructuras de Estado e ingentes cantidades de dinero público.
Al margen de la cantidad de puigdemones y de junqueras que ERC y Junts per Catalunya disponen para relevar a los originales, hay que tener presente que el problema real que aqueja a Cataluña y a toda España no es tanto el reconocimiento o la proclamación de ningún nuevo Estado soberano, sino la muy real y persistente independencia de facto de la Cataluña nacionalista, que hace posible que, sin necesidad de república alguna y bajo el supuesto imperio del artículo 155 de la Constitución, se siga predicando el desprecio y el odio a España en las escuelas y en los medios de comunicación o proscribiendo el español en la enseñanza.
Por otra parte, resulta delirante que el PP utilice de forma triunfalista los mensajes telefónicos de Puigdemont como supuesta demostración del triunfo de la estrategia del Gobierno en defensa del Estado, cuando lo cierto es que el Tribunal Constitucional tan sólo ha paliado parte de los efectos de la disparatada decisión de aplicar el artículo 155 para convocar elecciones autonómicas; aplicación del 155 que, tal y como denunciamos en noviembre del año pasado, "no preveía nada" y ante la cual "sería necesario una medida cautelar muy especial como la de inhabilitar preventivamente a los acusados para evitar que estos pudieran concurrir y ser elegidos el 21-D".
Aun cuando ahora el Tribunal Supremo, ya siguiendo los automatismos que establece la Ley de Enjuciamiento Criminal, privase preventivamente a Puigdemont de su acta de diputado y del derecho al sufragio pasivo, será necesario que Torrent no se limite a suspender o a aplazar la investidura del prófugo, sino que la sustituya por la de otro candidato, pues sin esa votación de investidura ni puede haber nuevo presidente de la Generalidad ni tampoco nuevas elecciones autonómicas.
Como para pensar que con la caída del payaso Puigdemont se acaba un circo del que no sólo son responsables las formaciones separatistas.