El principal papel de un monarca en una democracia parlamentaria como la española no es dar discursos; pero sí es a través de esas apariciones públicas como un rey del s. XXI –incluso uno del s. XX, como se ha podido ver en el cine– vehicula buena parte de lo que sí es su papel institucional: representar a la Nación, arbitrar el funcionamiento de las instituciones y, quizá más que nada, suponer un elemento de estabilidad y continuidad más allá de la querella política.
Con su intervención en los actos de la Pascua Militar, Juan Carlos I dejó claro este lunes que, al menos por ahora, es incapaz de cumplir esas funciones, como es incapaz de dar un discurso sin cometer numerosos errores, titubear, atropellarse y dejar patente el tremendo esfuerzo físico y mental que le supone lo que no debería ser mucho más que un trámite.
Además, los evidentes problemas de salud del Rey no han venido solos: diversos capítulos, desde Botsuana a Mallorca y, sobre todo, la reacción de la Casa Real en prácticamente todos ellos, han ido minando el prestigio del monarca y, lo que es peor, de la institución que encabeza.
En definitiva, y como por otra parte es lógico en una monarquía, los problemas del Rey no son personales –o no son sólo personales–, sino institucionales; y la respuesta no puede ser el empecinamiento en mantenerse en el cargo, ni siquiera la insistencia en acaparar protagonismo mediante una torpe campaña de lavado de imagen que está logrando el efecto opuesto al buscado: lejos de parecer en forma, Juan Carlos I cada día deja más claro que en realidad es un hombre mayor con una salud muy frágil.
Ni la monarquía ni mucho menos la Nación pueden estar a expensas de los caprichos o los achaques de un anciano enfermo. Pese a su carácter vitalicio, la propia institución prevé, incluso históricamente, mecanismos para evitar lo que está ocurriendo en España actualmente. Mecanismos que, por otra parte, se han empleado con evidente éxito en países como Bélgica u Holanda que, al menos en teoría, son parecidos a España.
La cuestión todavía está más clara cuando se considera la idoneidad del heredero: el príncipe Felipe no sólo parece más que preparado para la tarea que le aguarda y para revitalizar el prestigio de la institución, sino que incluso ya supera a su padre en popularidad, según las últimas encuestas.
No, pedir la abdicación del Rey en su hijo no es, ni mucho menos, propio de conspiradores republicanos; de hecho, es una actitud mucho más leal con la institución que la de aquellos que, presumiendo de monárquicos, se comportan como cortesanos defendiendo a capa y espada al que ya no puede representar la monarquía.