El pacto de Teherán con los seis poderes mundiales (los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU y Alemania) es, sin ninguna duda, un éxito clamoroso para el régimen de los ayatolás. Tras numerosas dilaciones y una intensa batalla de propaganda por parte de la República Islámica, las dos partes alcanzaron un entendimiento semanas después de que hubiera acabado el plazo fijado para llegar a un acuerdo. La laxitud en los compromisos que asume Teherán sobre su programa nuclear y el levantamiento inmediato de las sanciones internacionales son los dos argumentos principales que convierten este acuerdo en un triunfo para el régimen iraní, uno de los principales exportadores y financiadores del terrorismo a escala planetaria.
A pesar de que los defensores del pacto pretenden que se trata de un compromiso para neutralizar la amenaza de un Irán con armamento atómico, lo cierto es que el acuerdo simplemente retrasaría una década esa posibilidad. Y eso en el mejor de los casos, porque la negativa de Irán a permitir las inspecciones internacionales en las instalaciones más críticas de su programa atómico y las facilidades que los poderes occidentales le otorgan para llevar a cabo esos controles permitirán a la República Islámica seguir ocultando al resto del mundo la parte más sensible de su proyecto para convertirse en una potencia nuclear. Exactamente como ha venido haciendo hasta ahora.
Con la desaparición de las sanciones internacionales, Teherán vuelve a tener acceso a sus depósitos bancarios y bienes patrimoniales depositados en el exterior, facilitando su inveterada costumbre de financiar el terrorismo de Hezbolá y Hamás. Además, la inversión extranjera ya puede acudir de nuevo a Irán sin trabas y el régimen está facultado para comerciar con su producción de petróleo, la principal industria del país. Todas estas circunstancias van a hacer que la economía iraní, en situación terminal antes de la firma del acuerdo, se recupere con fuerza y desactive el descontento creciente de la población hacia los dirigentes de la dictadura jomeinista. La única contrapartida es un compromiso –con escasa disposición para ser verificado– de limitar la producción de uranio enriquecido y la construcción de nuevas centrifugadoras nucleares. No puede extrañar que la noticia de la firma del acuerdo levantara oleadas de entusiasmo mal disimulado entre los dirigentes iraníes.
El acuerdo con Irán ha sido un empeño personal de Barack Obama que, de esta forma, pretende dejar en Oriente Medio la impronta de su mandato. En realidad, lo que ha hecho el presidente norteamericano es poner en manos de la teocracia jomeinista la estabilidad de toda la región. Las reacciones de cólera mal contenida de Arabia Saudí y Egipto, las dos principales potencias suníes de la zona –tradicionales aliados de EEUU para mayor oprobio–, y el profundo temor de Israel a una escalada de tensión sin precedentes con su vecino chií, son el mejor indicador para saber quién ha ganado y quién ha perdido en este acuerdo, saludado en Occidente con tanto entusiasmo como ingenuidad.