El presidente del Gobierno regional de Cataluña compareció este lunes ante la Justicia acusado de desobedecer a la Junta Electoral Central (JEC) cuando le ordenó retirar de la fachada de los centros oficiales las pancartas de apoyo a los sediciosos encarcelados y demás simbología golpista. Como era de esperar, la declaración de Torra fue una astracanada lamentona de las que perpetran los separatistas cuando les toca rendir cuentas de sus actos ante los jueces.
Con la zafiedad que le caracteriza, el inverosímil supremacista que detenta el poder en Cataluña especuló este fin de semana ante un hatajo de semejantes con la forma en que depondría ante los magistrados del Tribunal Superior de Justicia del Principado tras atiborrarse de judías con butifarra. La metáfora dibuja muy fielmente la estructura mental de un sujeto que, para bochorno de los catalanes no intoxicados de nacionalismo, ejerce la máxima autoridad del Estado en su región. Sus mamarrachadas escatológicas están a la altura de los argumentos que ha esgrimido para zafarse de la previsible sentencia condenatoria, toda vez que él mismo y sus abogados –comandados por Gonzalo Boye, condenado por su implicación en el secuestro etarra del industrial Emiliano Revilla– han admitido que desobedeció con contumacia las órdenes de la JEC.
Con el victimismo característico de los capos separatistas, Torra convirtió su deposición en un mitin con el que trató de hacerse pasar por víctima de un Estado opresor. Misión imposible. El inconcebible presidente regional de Cataluña tiene el deber de cumplir y hacer cumplir la ley en el territorio bajo su responsabilidad, por más que se haya acostumbrado a actuar como un matón antisistema con coche oficial. Torra no solo incumplió sus obligaciones, sino que, sin vergüenza, presumió de ello ante los magistrados que le juzgan.
Este es el sujeto cuyo favor implora Pedro Sánchez para seguir en la Moncloa, adonde le auparon el propio Torra y su banda de liberticidas, sin duda lo peor que le ha podido pasar a Cataluña.