Cuando Podemos echó a andar (2014), Pablo Iglesias y los suyos prometieron que el nuevo partido nada iba a tener que ver con las demás formaciones españolas: con sus círculos y asambleas abiertas, iba a ser un partido de "la gente" y para "la gente"; un partido totalmente comprometido con la democracia interna en el que la cúpula iba a a obedecer a los militantes. Por fin la política se iba a hacer de abajo arriba.
Sólo cuatro años después, la clamorosa verdad es muy diferente y la auténtica naturaleza de Podemos ha quedado en evidencia en repetidas ocasiones; sin ir más lejos, en la feroz al tiempo que patética lucha interna que está experimentando por la elaboración de las listas electorales en la Comunidad de Madrid.
La formación morada es lo que han sido siempre todos los partidos de extrema izquierda: un escenario muy propicio para el cainismo donde los jefes ejercen el poder de manera implacable y exigen obediencias perrunas.
A pesar de la evidencia de que la nueva política no es más que la peor versión de la vieja, Podemos sigue ejerciendo gran atracción no sólo sobre una parte importante del electorado, sino sobre otros partidos que se desviven por emular a los neocomunistas: ahí está el ominoso ejemplo de Pedro Sánchez, buscando una candidata para Madrid lo más parecida posible a la pésima Manuela Carmena, a la que de hecho los socialistas han pretendido fichar, pese a ser de lejos el peor alcalde que ha tenido la capital en democracia.
A lo anterior hay que añadir algo igualmente grave y bochornoso: el servilismo de unos medios de comunicación que comparten ideario liberticida con el partido alabardero de regímenes criminales que persiguen con saña a la Prensa, como los que padecen en Irán y Venezuela.
Todo esto explica la pervivencia de Podemos, esa aberración democrática que ojalá acabe pronto en su lugar natural, la marginalidad extraparlamentaria.