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Plaza de Cataluña

Miles de orgullosos catalanes dieron ayer una lección de civismo y decoro tomando la Plaza de Cataluña para oponerse a los delirios nacionalistas.

El Día de la Hispanidad estuvo marcado por la concentración celebrada en Barcelona, en la que miles de catalanes proclamaron sin el menor reparo su españolidad. El férreo control nacionalista del espacio público y los medios de comunicación había velado esta realidad catalana, la existencia de una ciudadanía dinámica, plural y vibrante que se sabe española por razones históricas, culturales y afectivas, y que pretende seguir siéndolo por las mismas razones y por apego a la libertad, tan maltratada por el nacionalismo piafante.

Sí, la parte de la sociedad catalana que se niega a ver usurpados sus derechos individuales por un nacionalismo con aspiraciones totalitarias alzó la voz como nunca para afirmar su derecho a seguir perteneciendo a España, una de las naciones con más solera de Europa, y, por ende, a la UE, que no deja de ser un proyecto antagónico del cerrilismo balcanizante por el que braman los que andan cambiando la senyera por la bandera estrellada.

Sin instituciones oficiales detrás (ni, menos aun, delante) para financiar el acto, sin la asistencia de las maquinarias de los grandes partidos políticos (los esfuerzos de acarreo de secuaces los dejan para mítines y demás actos insustanciales), pese al vergonzoso boicot de los medios de comunicación locales y las manifiestamente mejorables condiciones atmosféricas, miles de catalanes dieron este viernes una lección de civismo y decoro en la emblemática Plaza de Cataluña. Dijeron no a los delirios de un nacionalismo que, tras arruinar al Principado, ahora pretende condenarlo a la división social, la inestabilidad y la indigencia permanentes, con su proyecto secesionista.

El aquelarre independentista del pasado 11 de septiembre fue secretado por un proyecto excluyente que vive de cebar el odio a España. Ayer, en cambio, la Plaza de Cataluña fue escenario de una fiesta cívica por la libertad, signada por el pluralismo inherente a las sociedades abiertas. La comparación, lejos de ser odiosa, es harto elocuente y clarificadora. No son precisamente los catalanes que ayer dieron vida a la Plaza de Cataluña los que habrían de pasar vergüenza.

Por más que el nacionalismo se empeñe en negarlo, hay una parte muy importante de la sociedad catalana que se niega a participar en las aventuras políticas de aquél, que tantas veces promueve para ocultar su incapacidad y sus muchas corruptelas. El establishment mediático, empresarial y cultural debería tomar nota. Y, por supuesto, también la clase política. La catalana y la del resto de España.

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