Como era previsible, el régimen ruso trata de sacar tajada de las deleznables e inadmisibles declaraciones de Pablo Iglesias en las que cuestionó la “plena normalidad” de nuestro sistema democrático por el hecho de que los golpistas del 1-O estén en prisión. La portavoz del Ministerio de Exteriores ruso, María Zajarova, dijo este martes que no sabía “a quién creer” en el Ejecutivo de Sánchez-Iglesias, si a “la señora Gonzalez [ministra de Asuntos Exteriores], que afirma que España es un ejemplo de democracia, o al viceprimer ministro [sic] del Gobierno español, que dice que [España] está lejos de tener una situación normal en asuntos democráticos".
Si por normalidad se entiende lo preceptivo en un Estado democrático de derecho, lo normal es que ningún ciudadano esté por encima de la ley –políticos incluidos–, y que, por tanto, quienes vulneren el ordenamiento jurídico de forma tan clamorosa como los golpistas del 1-O asuman las consecuencias penales de sus actos. Por el contrario, lo anormal, en términos democráticos, es la ominosa impunidad que el vicepresidente del Gobierno, nada menos, reclama para los sediciosos.
Ahora bien, si a la palabra normalidad se le da la acepción de “habitual u ordinario", habrá que admitir que en España suceden cosas nada normales o habituales en otros países democráticos. Para empezar, no es para nada normal en ellos que un vicepresidente de Gobierno cuestione el sistema democrático de su país, tal y como ha hecho el impresentable Iglesias, y que no dimita o sea destituido fulminantemente. Tampoco es normal o habitual en el mundo libre que un partido comunista como Podemos forme parte de un Gobierno nacional en pleno s. XXI. O que partidos de Gobierno busquen apoyos parlamentarios en formaciones separatistas que rechazan abiertamente la Constitución del país, tal y como hacen en España el PSOE de Pedro Sánchez y el Podemos de Pablo Iglesias.
Naturalmente, también constituye una anomalía democrática que unos gobernantes regionales de un país democrático anuncien la celebración de un referéndum ilegal de independencia y no sean inmediatamente destituidos, como sucedió en España en 2014 (9-N) y 2017 (1-O). Volviendo a la actualidad, tampoco forma parte de la normalidad democrática que, en un mefítico clima de acoso político y enaltecimiento del terrorismo, dos partidos de gobierno compitan entre sí para ver quién ofrece antes una reducción de penas o incluso la impunidad para los autores de semejantes delitos.
Finalmente, no menos incompatible con una “plena normalidad democrática” es la violencia política desatada en Cataluña contra Vox; violencia que, a pesar de que la Ley de Partidos sigue vigente, ERC y los proetarras alientan y se niegan impunemente a condenar. Eso, por no hablar de la insuperable anormalidad democrática que constituye el hecho de que la Generalidad de Cataluña acuse a los miembros de Vox de poner en riesgo la seguridad de los energúmenos que les acosan y agreden.
En definitiva: claro que en España suceden cosas poco o nada normales en cualquier otra democracia. Pero esa anormalidad la encarna el indeseable Iglesias mejor que nadie.