El ataque terrorista en una discoteca de Orlando, frecuentada habitualmente por gais, ha vuelto a mostrar la hipocresía de las elites estadounidenses que, encabezadas por Barack Obama, se empeñan en obviar en sus declaraciones de condena el verdadero motivo de la masacre.
Desde la homofobia al heteropatriarcado (sic), pasando por la ausencia de un fuerte control de armas, estos días hemos asistido al habitual catálogo de pretextos con que la izquierda pretende saldar el asesinato de 50 personas inocentes y las graves heridas causadas a varias decenas más.
Obama, sin duda el peor presidente de la historia reciente de Estados Unidos, sigue negándose una semana después del atentado a debatir abiertamente el problema del radicalismo islámico y la consecuente violencia yihadista en nuestras sociedades. Haciendo gala de un infantilismo suicida, el líder del país que debería encabezar los esfuerzos del mundo libre por garantizar nuestra forma de vida occidental parece creer que los problemas desaparecerán tan sólo con no hablar de ellos.
Y sin embargo, nada hay tan acuciante en estos momentos como enfrentarse a la barbarie islamista con la fuerza de la razón. En Oriente Medio, donde se dirime una batalla terrible contra el Estado Islámico y sus rivales chiíes vinculados a Irán, pero también en Occidente, donde la negativa de la izquierda sedicentemente progresista a identificar correctamente la mayor amenaza que pesa sobre nuestra sociedad esteriliza cualquier respuesta verdaderamente útil y nos deja cada vez más indefensos.
El atentado de la discoteca de Orlando fue un ataque terrorista perpetrado por un islamista radical en nombre del Estado Islámico, organización yihadista que considera la homosexualidad como el epítome de la decadencia y la podredumbre moral de las democracias liberales, de cuyo influjo quiere proteger a sus fieles. Esa es la realidad que muchos prefieren no ver, porque su reconocimiento desarbola el discurso de apaciguamiento buenista que está en el centro de su estrategia política.
Precisamente esta elusión de las propias responsabilidades de los líderes políticos abona el terreno para que surjan fenómenos populistas como Trump en EEUU o Le Pen en Europa, que encuentran en esta rendición moral un anclaje perfecto para fidelizar a los que ya no transigen con las traiciones de sus líderes de antaño.