El sucesor de Sandro Rosell al frente del Fútbol Club Barcelona confirmó ayer todo lo publicado por el diario El Mundo en torno a la cuantía real que supuso para la entidad azulgrana la contratación de Neymar. Salvo una discrepancia en torno a nueve millones de euros por la organización de dos partidos amistosos con el club de procedencia del astro brasileño, Bertomeu dejó claro ayer en rueda de prensa que las informaciones que demostraban el brutal sobrecoste del fichaje eran ajustadas a la realidad. Era fácil suponer que lo publicado por El Mundo era sustancialmente cierto, porque de otra manera Rosell no hubiera tenido necesidad de presentar su dimisión fulminante el día anterior.
Por más esfuerzos que el actual mandatario azulgrana invierta en justificar los entresijos de la operación, lo cierto es que el Barcelona pagó por el fichaje de Neymar prácticamente el doble de lo que dijo a sus socios sin que se sepa cuál ha sido el destino real de algunos de esos pagos, algo que ahora le toca aclarar a la Justicia en virtud de la demanda interpuesta por uno de los afectados. En todo caso, sea cual sea el dictamen final del a Audiencia Nacional en torno a este asunto, es evidente que el reconocimiento de culpa hecho ayer por Bertomeu le incapacita para seguir al frente del club, sobre todo porque él mismo suscribió algunos de esos contratos opacos sometidos ahora a escrutinio judicial. La ampliación de la querella para que se diluciden las responsabilidades en que el actual presidente haya podido incurrir con su intervención directa en el fichaje del futbolista brasileño reúne, en esencia, los mismos elementos que llevaron a la dimisión de su antecesor, por lo que su salida del club puede ser a su vez solamente cuestión de tiempo.
Pero el escándalo de la contratación de Neymar trasciende lo meramente deportivo. El Barcelona lleva años al servicio de la causa independentista por decisión de sus directivos sin que la masa social haya denunciado este abuso, sino más bien todo lo contrario. El club de fútbol ha actuado de hecho como embajador del nacionalismo en el exterior, asumiendo una representatividad que excede de lejos su papel en la esfera meramente deportiva. Esa ha sido la elección de los rectores del club y ahora es inevitable que su penosa gestión contribuya a agrandar la imagen de corrupción que ofrecen las instituciones de la autonomía catalana prácticamente sin excepción.
Un club de fútbol es una institución privada cuyos asuntos no tienen por qué afectar a la vida política, pero el Barcelona siempre ha blasonado de ser mucho más que eso. Ya pueden sus dirigentes actuar como es habitual en el nacionalismo atribuyendo sus problemas judiciales a la inquina de "Madrid".
Los hechos cantan por sí mismos y ahora sólo falta por ver las consecuencias que este escándalo mayúsculo provocan en la institución, que el sectarismo de sus dirigentes ha convertido en el mascarón de proa de un proyecto secesionista cuya imagen global no puede ser ya más lamentable.