La primera jornada de la huelga de quince días planteada por los sindicatos de Iberia resulta un ejemplo perfecto de cómo las reivindicaciones laborales o sociales han incorporado la violencia como ingrediente habitual.
En los últimos años nos estamos acostumbrando a que el derecho de huelga se ejerza laminando los demás, empezando por el derecho al trabajo de quienes libremente deciden no secundar un paro y por los de los ciudadanos que son tomados como rehenes por los huelguistas.
No se trata de que las reivindicaciones de los que se manifiestan o de los que hacen huelga sean más o menos justas; se trata de que, por volver al caso de Iberia, es de todo punto intolerable que 8.000 personas ocupen la terminal de un aeropuerto: es una tremenda irresponsabilidad, un gravísimo quebranto de la seguridad del recinto y una agresión a los viajeros y a los demás trabajadores.
La huelga no puede ser una actividad destructiva, en todos los conflictos hay un uso razonable de la presión y los laborales no pueden ser una excepción: para negociar un nuevo convenio o salvar puestos de trabajo no se puede acabar con una empresa o infligir un daño desmedido al país.
Los sindicatos y los trabajadores de Iberia, independientemente de cuál sea la situación de la compañía, han demostrado este lunes de forma fehaciente que España necesita con urgencia una Ley de Huelga.
El Gobierno no puede permanecer cruzado de brazos: ante un panorama económico y social muy difícil –y es previsible que empeore en los próximos meses–, y ante una izquierda y unos sindicatos que, como bien decía Ignacio González, se están entregando al "matonismo más radical", no tomar decisión alguna no es de ninguna de las maneras "la mejor decisión", por mucho que Mariano Rajoy se pudiera empeñar en ello.
Es obvio que plantear una regulación de la huelga va a tener muy poco eco en aquellos que se aprovechan del vacío legal para tensar la cuerda de la paz social al máximo; pero no lo es menos que lo exige nuestra Constitución y que se trata de una demanda por la que claman cada vez más ciudadanos, asqueados de la prepotencia sindical, de la violencia y el matonismo con que se defiende cualquier reivindicación y de ver conculcados sus derechos huelga tras huelga y manifestación tras manifestación.