Resulta desesperanzador que en la España del siglo XXI tengamos que seguir explicando que elegir la lengua en la que uno quiere hablar, leer, aprender y, en suma, comunicarse es un derecho individual inalienable. Ningún poder puede obligar a los ciudadanos a expresarse en un idioma que no sientan como suyo o que no crean conveniente para sus intereses, incluso aunque esa elección esté completamente equivocada.
Se trata de un derecho que durante la minoría de edad del individuo corresponde a sus padres, no a un Estado, una comunidad autónoma o una consejería de Educación –y menos aún al director de un colegio–. Y poder ejercer ese derecho en esa época es especialmente importante, ya que en la inmensa mayoría de los casos lo aprendido y usado será determinante para el futuro.
Lamentablemente, estamos hablando de un derecho que se conculca diariamente en varias zonas de España, y hay que recalcar que lo más grave no es que en Cataluña, Galicia, Valencia o Baleares se impida que los niños estudien en español; lo más grave, el ataque dramático a la libertad, es que se les impide decidir que estudien en la lengua que ellos elijan libremente.
El caso de unos padres canarios que ven cómo sus hijos son obligados a estudiar en catalán en Mallorca es un excelente ejemplo de este tipo de imposición y de la inseguridad jurídica alrededor de este asunto en varias comunidades. La interpretación torticera de las normas y el incumplimiento de las sentencias judiciales están a la orden del día, todo para conculcar el derecho de los padres y de los hijos a estudiar, aprender y usar el idioma que prefieran.
Por supuesto, estas fechorías liberticidas no son casuales, sino que forman parte de un programa político igualmente liberticida: la imposición de una identidad política, de un sentimiento nacional y, sobre todo, la eliminación de todo aquello que pueda remitir a los lazos comunes entre españoles, muy especialmente al idioma en el que todos nos entendemos.
Lamentablemente, este totalitarismo lingüístico es la mercancía ideológica presuntamente progresista que ha comprado no sólo el nacionalismo, sino la mayor parte de la izquierda española; y, más lamentable aún, el PP ha preferido no dar la batalla en este campo, pese a la insistencia con la que una y otra vez se lo han pedido sus votantes.
Unos y otros han decidido olvidar que ni los territorios ni los idiomas tienen derechos, como no los tienen los pueblos o cualquier otra colectividad: son las personas, los ciudadanos, quienes atesoran esos derechos, y cuando no se deja a alguien expresarse en su idioma o educar a sus hijos en la lengua de su preferencia no se trata de un problema educativo, sino de un ataque frontal a la libertad. Por eso debería preocuparnos a todos y no sólo a los que lo sufren en Cataluña, Galicia, Valencia o Baleares.