Estados Unidos está padeciendo una brutal oleada de disturbios tras la muerte del ciudadano negro George Floyd a manos del policía blanco Derek Chauvin. La Justicia se encargará de esclarecer lo sucedido en un caso que ha dado la vuelta al mundo y que ha dejado imágenes estremecedoras, tanto de los últimos momentos de la vida de Floyd como de ciudades y más ciudades devastadas por hordas de saqueadores impunes.
Sea como fuere, hay que analizar la reacción que ese trágico incidente está suscitando, tanto en EEUU como en el resto del mundo, sacudido por un tsunami de hipocresía tan inaudito como indignante.
Si las vidas negras importasen tanto a todos los que ahora se rasgan histriónicos las vestiduras y vierten lágrimas de cocodrilo adicto a las redes sociales, llevarían decenios copando las calles, pues los niveles de violencia en numerosas comunidades afroamericanas son impresionantes. Baste reseñar que son escenario de más de la mitad de los asesinatos registrados en EEUU, cuando los negros son sólo el 13% de la población del país de Donald Trump y Barack Obama.
El problema es que esa violencia no la ejercen malvados policías blancos supremacistas, sino mayormente los propios negros, autores según las estadísticas del 95% de estos crímenes que tienen por víctimas a otros negros. ¡El 95%! Hay que ser muy miserable para valorar las vidas sólo en función de quién acabe con ellas, pero así es hoy en día una parte no desdeñable de la izquierda y sus tontos –estúpidos, más bien– útiles.
Ninguna sociedad es perfecta, pero presentar a los Estados Unidos del siglo XXI como un país enfermo de odio a los negros es infame y ridículo. Es un país que acaba de tener un presidente negro durante ocho años. Que tiene gobernadores, congresistas, alcaldes, jueces, fiscales, generales, jefes de policía; grandes empresarios, estrellas del deporte, la música, la comunicación y el entretenimiento de raza negra. ¿De verdad se puede acusar de racista a esa sociedad? ¿Y desde qué otra sociedad? ¿Desde las europeas? Debe de tratarse de una broma grotesca. En cuanto al espectáculo que están dando países como China, Rusia o Irán, cuyos gobernantes liberticidas y medios de intoxicación están volcándose en la crítica sañuda a la situación de la comunidad negra en EEUU, es especialmente repulsivo.
En España, el show posturero de solidaridad fake que está desplegando sobre todo la izquierda mediática e intelectual es de una obscenidad vomitiva, habida cuenta de que las decenas de miles de muertos que se ha cobrado aquí el coronavirus no sólo no le ha llevado a protestar, sino que con tremenda indecencia ha incluso demonizado a quienes pedían al Gobierno del "¡Viva el 8-M!" que decretara luto oficial por la mayor calamidad que haya sufrido el país desde la Guerra Civil, por no hablar de la campaña de odio que ha perpetrado contra quienes, sin provocar el menor incidente y siguiendo las normas elementales de precaución en plena pandemia del covid-19, han salido a las calles a clamar contra Pedro Sánchez y su infame compañía.
Aquí y allá, los tartufos que se exhiben (sic) a cuenta de la muerte de George Floyd se están retratando como lo que son, un hatajo de egocéntricos que presumen exactamente de lo que carecen. No son lo mejor de cada casa y sociedad, precisamente. Sino ejemplos a evitar, pues corrompen y prostituyen hasta las mejores causas.