La formación política liderada por Pablo Iglesias ha llevado a cabo este fin de semana su particular proceso congresual en el que ha quedado confirmado, por si alguien albergaba todavía alguna duda, el liderazgo indiscutible e incontestable de su actual máximo dirigente y cara visible en los medios de comunicación. A través de una lista cerrada, decidida sin consulta previa a los simpatizantes del nuevo partido, Iglesias se ha garantizado la facultad de decidir la orientación política de Podemos en la asamblea constituyente prevista para el próximo otoño, lo que pone de manifiesto que la apertura a las bases y los procesos de democracia interna están bien para exigirlos a los partidos "de la casta", pero no para aplicarlos en la propia formación no sea que alguien se atreva a discutir la autoridad de la cúpula dirigente cuyo liderazgo hay que preservar.
Poca importancia para la política general tienen las cuitas internas de esta nueva formación política, surgida con fuerza en las últimas elecciones europeas al socaire del descontento ciudadano y la escasa utilidad de esos comicios, lo que los convierte en una oportunidad perfecta para que el voto extravagante adquiera una mayor representatividad. Ahora bien, lo que sí va a tener efectos en los ciudadanos españoles, sea cual sea su filiación ideológica, es la más que probable utilización que PP y PSOE van a hacer del éxito coyuntural de partidos como el de Iglesias para poner en marcha la estrategia del miedo a la izquierda radical en su propio beneficio.
Los dos grandes partidos se enfrentan a un final de legislatura con grandes incertidumbres que afrontar, cada uno en su ámbito respectivo. El Partido Popular tiene que impulsar desde el Gobierno la recuperación económica en este último tramo de su mandato a fin de paliar el desplome electoral de cara a las citas más inmediatas con las urnas. Los socialistas, por su parte, están inmersos en la renovación de su clase dirigente, con los aspirantes que de momento han manifestado su intención de optar a la secretaría general compitiendo en radicalismo y demagogia. Ambos partidos tendrán que acordar, a su vez, la manera de bregar con la operación secesionista del nacionalismo catalán, una de cuyas posibles soluciones pasa por un acuerdo con la Generalidad, que lleve a un punto de encuentro las aspiraciones de unos y otros aunque ello signifique perjudicar todavía más al común de los ciudadanos del resto de España.
Esta necesidad de mejorar las expectativas de voto y de modificar de facto el régimen constitucional respecto a Cataluña exigen un apoyo ciudadano mayoritario a los dos partidos que simbolizan la estabilidad política en nuestro país. Desde esa perspectiva, la presencia en el juego político de un partido como Podemos, en esencia un grupo asambleario sin experiencia y extraordinariamente radicalizado, puede cumplir el papel de catalizador de la voluntad ciudadana que, frente al temor de esta irrupción de los antisistema, prefiera entregar su apoyo incondicional a los dos grandes partidos clásicos. Y ello pesar del riesgo de que PP y PSOE sigan abusando de esa confianza, como han venido haciendo indistinguiblemente desde el Gobierno o la oposición.