La jornada de huelga estudiantil en señal de protesta por la reforma educativa del Gobierno se ha saldado con un seguimiento ridículo y numerosos incidentes violentos en diversos campus universitarios, los más graves de ellos registrados en la Comunidad Valenciana. La presencia de encapuchados haciendo barricacas, prendiendo fuego al mobiliario urbano, enfrentándose a la policía -y, lo que es peor, a los alumnos y profesores que sí querían ir a clase- y profiriendo todo tipo de consignas totalitarias con la connivencia culpable de las autoridades académicas explica muy bien por qué la universidad pública española suscita pena, vergüenza e indignación. Y quien dice la universidad dice el resto de los escalones educativos.
Siendo esta la situación real de la educación pública, resulta asombroso que las principales víctimas del sistema protesten contra una ley que pretende paliar ligeramente el desastre. De hecho, la Ley Wert, como ya ha sido bautizada, no toca los aspectos de fondo implantados por la Logse y sus secuelas, causa principal de la catástrofe, a pesar de que la izquierda en su conjunto acuse al actual Gobierno de planear una regresión en el tiempo que, por desgracia, ni va a llevar a cabo ni ha figurado jamás entre sus planes.
A esa incongruencia primordial hay que sumar el despropósito de la existencia de sindicatos de estudiantes, que por no desempeñar actividad profesional alguna están fuera del ámbito sindical consagrado en la Constitución y las leyes laborales. Todavía más extravagante resulta la actitud de los padres y madres de los discentes sumados alegremente a esta huelga, sin que se sepa hasta el momento cuál es la labor profesional que han decidido suspender en apoyo del paro convocado por sus retoños más levantiscos.
El colmo de la demagogia es que unos y otros pretendan que sus algaradas vienen a defender a los "hijos de los obreros", según su propia terminología, que son precisamente los más perjudicados por el desplome general de una enseñanza estatal que sólo las clases pudientes están en disposición de evitar pagando costosos centros privados, principalmente en el extranjero. En 1990 los socialistas suprimieron de un plumazo con la Logse el sistema meritocrático imperante, único vehículo para el ascenso social de los hijos de las familias más desfavorecidas, que a base de talento y esfuerzo podían conquistar un estatus académico, profesional y económico inalcanzable para sus padres. La eliminación del cuerpo de catedráticos de Bachillerato, institución que albergó a miles de egregios profesionales responsables de haber convertido la enseñanza secundaria española en un referente internacional, fue la primera decisión de los socialistas en materia educativa y la principal seña de identidad de una reforma que aplicó ese mismo igualitarismo descendente también al escalafón profesional.
El resultado de dos décadas de pedagogía progre y talibanismo logsiano es un desastre sin precedentes que difícilmente va a poder ser revertido sólo con reformas cosméticas como la que ha puesto en marcha el Gobierno de Rajoy. El colmo es que sus principales víctimas defiendan los intereses políticos de la izquierda española, cuya traición a los verdaderos intereses de aquellos que dice defender difícilmente encontrará algún día parangón.