La presión de los separatistas al conjunto de la sociedad catalana para imponer la celebración de una consulta ilegal ha rebasado todos los límites admisibles. Amparados por el Gobierno regional de Cataluña, cuyos máximos dirigentes han hecho suyo el lenguaje de los antisistema de la CUP, los impulsores de la operación secesionista campan a sus anchas acosando a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, señalando a los que consideran sus enemigos políticos y ejerciendo todo tipo de presiones intolerables.
Quienes detentan el poder en la Generalidad y en el Parlamento regional catalán se han excedido con creces en el ejercicio de sus funciones y se han colocado fuera de la ley, circunstancia gravísima que el Gobierno de España pretende contrarrestar con un mero recurso a los tribunales.
El Estado posee el monopolio de la violencia legítima para imponer precisamente las leyes que regulan el funcionamiento de la sociedad. Cuando se ataca con contumacia la legalidad, el Estado tiene no ya el derecho sino la obligación de recurrir a los muy poderosos medios a su disposición para garantizar el imperio de la ley en todo el territorio.
Ante el desafío secesionista no caben ya discusiones bizantinas ni el floreo de salón, puesto que la legalidad ha saltado por los aires. Se trata de hacer que en Cataluña vuelva a regir la Constitución, pilar fundamental del Estado de Derecho, y de aplicar a todo el peso de la ley a los que la han dejado sin efecto en esas tierras por la vía de unos hechos consumados que pretenden culminar en menos de un mes con la celebración de un referéndum ilegal.