La repetición de las elecciones generales tras la imposibilidad de acuerdo que han demostrado las principales fuerzas políticas en los últimos meses ha originado un debate que, si bien puede resultar oportuno, ejemplifica, una vez más, la profunda hipocresía y la aún más grave miopía que impera entre los representantes de la soberanía nacional. Tras años de despilfarro público, déficits desorbitados y aumentos históricos de la deuda para mantener a flote una estructura estatal desproporcionada e ineficiente, todos los partidos, desde PP y Ciudadanos hasta PSOE y Podemos, se han enzarzado en una intensa discusión acerca de la necesidad de reducir el gasto electoral, tratando de reflejar con ello una imagen de austeridad que, en realidad, brilla por su ausencia.
Es cierto que dicha partida, unos 140 millones de euros, puede y debe ser reducida en la medida de lo posible para abaratar el coste a los contribuyentes, dado que los últimos comicios generales se celebraron hace apenas cuatro meses, pero el ahorro que podría suponer para las arcas públicas no solo es ínfimo, sino, simple y puramente, ridículo. Aunque se lograran recortar 20 ó 30 millones de euros, un 20 por ciento del total, dicha reducción apenas equivaldría al dinero que se funde el Estado en menos de media hora: el 0,006% del gasto público anual. Es decir, no llega ni a la categoría de calderilla.
Que los partidos centren el debate en una gota de agua (gasto electoral) mientras obvian o, lo que es peor, minimizan el océano (gasto total) en el que se hunde España da buena cuenta del paupérrimo nivel que ha alcanzado la política nacional. España ha incumplido todos y cada uno de los objetivos de déficit fijados por Bruselas y, hoy por hoy, sigue presentando un colosal agujero fiscal, cercano al 5% del PIB, el segundo mayor de toda la zona euro, sólo superado por Grecia; la deuda roza el 100% del PIB, un nivel no visto desde hace un siglo, siendo, además, la sexta más alta de Europa; y todo ello, a pesar de que primero el PSOE y después el PP dispararon todas y cada una de las figuras tributarias, esquilmando a conciencia el bolsillo de los españoles y la capacidad de recuperación de la economía.
La austeridad pública es un mito. El coste de los servicios públicos esenciales se mantiene en niveles propios de burbuja y el empleo público, lejos de bajar, ha aumentado un 3% desde 2007. No es cierto, por tanto, que se hayan aplicado sustanciales recortes en la Administración Pública. Su tamaño es hoy idéntico al existente en 2006 ó 2007, cuando el país nadaba en una abundancia irreal de actividad e ingresos fiscales propiciados por una insostenible burbuja crediticia. El estallido de la crisis despertó al país de su particular sueño, con el consiguiente desplome de la recaudación hasta un umbral más realista, pero el gasto, sin embargo, permaneció intacto durante este período -en los primeros años de crisis se disparó y después se revirtió parcialmente ese aumento, dejando el balance global casi invariable-, mientras los políticos se dedicaban a subir una y otra vez los impuestos.
Además, si hay un gasto necesario, por encima de otros muchos, es el electoral, pues la celebración de comicios es la esencia misma de la democracia. Los partidos han montado un revuelo monumental por esta partida, mientras defienden los miles de organismos, entes, empresas y estructuras que les sirven para colocar a familiares y allegados, al tiempo que reclaman mucho más gasto para comprar votos y mantener clientelas. Ése y no otro es el verdadero debate de fondo. Los políticos despilfarran a placer el dinero de los españoles en beneficio propio, mientras distraen a la opinión pública con el chocolate del loro. No cabe mayor hipocresía y desvergüenza.