La Fiscalía Anticorrupción ha decidido recurrir el auto en el que la jueza Mercedes Alaya planteó la imputación de los expresidentes de la Junta de Andalucía, José Antonio Griñán y Manuel chaves, así como de cinco exconsejeros autonómicos en la causa de los ERE fraudulentos, el mayor escándalo de corrupción política de toda nuestra historia democrática.
Aunque el recurso de la fiscalía no impugna frontalmente la decisión de la jueza –se limita a pedir que la motive "mejor"-, es indudable que se trata de otro intento de cuestionar la instrucción de Alaya de los muchos que la titular del juzgado número 6 de Sevilla viene recibiendo no sólo desde instancias políticas sino, lo que es más grave, también judiciales, cuyo máximo exponente fue la asombrosa injerencia del presidente del Consejo General del Poder Judicial amenazando incluso con expedientar a la jueza por los retrasos "inaceptables" que, a su juicio, venía padeciendo la instrucción del caso.
El PSOE no ha tardado en hacer pública su satisfacción por la manera en que la fiscalía ha asumido los argumentos con los que pretende disculpar las actuaciones de Chaves y Griñán, los máximos responsables de la Junta de Andalucía, sin cuyo impulso y aprobación es inimaginable que se desviaran más de mil millones de euros a la administración paralela de la Junta evitando el control de la intervención autonómica. Esta coincidencia, aunque sea casual, no resulta precisamente tranquilizadora, pero es que la fiscalía anticorrupción, anacronismo conceptual dado que todos los fiscales deben luchar contra esa lacra, se ha distinguido desde siempre por velar por la imagen pública de los políticos involucrados en asuntos de corrupción, tal vez con más empeño que por colaborar de manera efectiva con los jueces encargados de instruir este tipo de procesos.
A pesar de que, tal y como indica el nombre, su único objetivo es perseguir la corrupción, es preciso hacer notar que los tres grandes escándalos que hoy se dirimen en España (Bárcenas-Gürtel, Urdangarín y ERE) han sido iniciados a través de denuncias de acusaciones particulares. Una fiscalía "anticorrupción" como la española, que no es capaz de detectar los fraudes más espectaculares que se producen en el país, es de una utilidad más que dudosa. Si además se distingue por sus objeciones al impulso de los responsables de instruir causas tan complejas, más valdría disolverla como tal y dejar a los fiscales de turno que se encarguen de ejercer el ministerio público sin el marchamo de una denominación que sus actuaciones, demasiado a menudo, convierten en papel mojado.