Una de las muchas reformas a fondo que España necesita es la que se refiere a su sistema educativo. Desde hace décadas, los recursos públicos dedicados a la educación han ido acrecentándose hasta situar a España a la cabeza de los países de la OCDE en el ratio de gasto por alumno. Esta evolución, sin embargo, ha ido paralela a una degradación de nuestro sistema educativo que ha llevado a los alumnos españoles a cosechar uno de los mayores índices de fracaso escolar y a obtener mucho peores notas en todas las variables medidas por el informe PISA, ya sea en lectura, ciencia o matemáticas.
Aunque leyes educativas ha habido muchas, ninguna de ellas ha roto en realidad con el fracasado marco educativo impuesto por la LOGSE, que erradicó como valores caducos el del esfuerzo, la excelencia, la disciplina o el respeto a la autoridad del profesor.
En el ámbito universitario, el panorama no es mucho mejor. España cuenta, nada más y nada menos, que con 79 universidades y 236 campus universitarios. Sin embargo, ni una sola de nuestras universidades está situada entre las cien mejores del mundo.
Ante una situación como esta se comprendería que multitud de ciudadanos protestaran contra este fracaso funcionarial que se esconde bajo la cacareada "enseñanza pública y gratuita". Sin embargo, la huelga y las protestas que hoy se han producido en España han sido en defensa de este fracasado statu quo, solamente alterado ligeramente por los tímidos ajustes presupuestarios con los que el gobierno pretende reducir nuestro insostenible grado de endeudamiento público.
Con todo, el recorte de 3.000 millones que el Gobierno y las comunidades autónomas van a llevar a cabo nos sitúa en un nivel de gasto global en educación muy semejante al que se vivía en los años de la burbuja, y no va a tener en realidad más impacto que un más que razonable aumento de alumnos por clase en la enseñanza no universitaria, un leve incremento de las horas lectivas semanales de los profesores y una también justificada subida de las tasas universitarias.
Dada la desfachatez de la izquierda política y la de nuestros privilegiados sindicatos se puede entender su furibundo inmovilismo y oposición a cualquier recorte, por tímido que sea, de sus prebendas. Lo que resulta más preocupante, sin embargo, es que muchos estudiantes –principales víctimas de este ineficiente y fracasado sistema de enseñanza– se comporten como títeres de quienes son los principales responsables del mal estado de la educación en España.
El Gobierno se podrá consolar con el hecho de que la huelga ha sido escasamente secundada. Sin embargo, debería meditar sobre la necesidad de acometer auténticas reformas en la educación que no se limitaran a los inexorables ajustes contables que exige la necesaria reducción del déficit público; reformas que fueran mucho más allá, como las destinadas a introducir la competencia entre centros escolares y a permitir una libre y gratuita elección de centro por parte de los alumnos y de sus padres.
Se dirá que el Gobierno no se atreve a ejecutar una auténtica reforma de nuestro modelo educativo por temor a las protestas de los defensores del statu quo. Pero a la vista está que sustituir esa reforma por meros ajustes de gasto tampoco evita la protesta.