Lo que nadie podrá negar al acto que se ha celebrado este jueves en el Palacio Real como pretendido funeral de Estado por las víctimas del coronavirus es la coherencia: ha sido totalmente coherente con la lamentable respuesta que buena parte de las instituciones han dado a la pandemia, y muy especialmente con la de un Gobierno cuya preocupación principal ha sido falsear las cifras de muertos por el coronavirus y minusvalorar las terribles consecuencias que ha tenido, está teniendo y va a tener esta catástrofe en todos los órdenes, muy crudamente en el económico.
En su ridículo y sectario compromiso con una laicidad que choca frontalmente con la aconfesionalidad del Estado, el Gobierno social-comunista ha diseñado un acto insulso, carente de referentes, con una solemnidad impostada. Un acto en el que nadie se ha atrevido a comentar la verdad sobre la auténtica dimensión de la tragedia, que las cifras oficiales tratan de enterrar; y, por supuesto, sin el menor gesto de contrición por la pésima gestión de una pandemia que ha afectado a España como a muy pocos países del mundo entero.
Las 50.000 víctimas del coronavirus merecían mucho más, a sus deudos se les debía más respeto y empatía, y los millones de españoles que han sufrido lo indecible en los hospitales saturados o por el desmoronamiento de sus empresas y modos de vida se han hecho acreedores de un acto más sincero, más auténtico, más de todos y para todos.
Por si el funeral no hubiese sido de por sí pobre y desangelado, varias autoridades políticas o sanitarias han mostrado su catadura al ignorar que en un acto tan solemne los códigos de vestimenta han de ser observados con el mayor rigor. De ahí que no se pueda acudir a ellos como si se llegase de una noche de farra, tal como ha hecho la descalificable presidenta del Senado, o sin corbata, como el indeseable vicepresidente Iglesias, que en cambio sí decidió ponerse un smoking con pajarita para acudir a una gala de los Goya. Qué cabía esperar de quien dejó imperdonablemente en la estacada a decenas de miles de ancianos en unas residencias a las que condenó a lidiar con el coronavirus en unas condiciones de tremenda sordidez.
El colmo del despropósito ha sido ha sido la estupefaciente mascarilla que ha exhibido Fernando Simón: quien falló letalmente a la Nación con su descomunal e insensata imprevisión no ha tenido mejor idea que acudir al funeral por los 50.000 muertos que se ha cobrado la pandemia que aseguró no nos iba a afectar tapándose la cara con dibujitos de tiburones. Y dormirá tan tranquilo, como el infame Pedro Sánchez desde que tiene por vicepresidente a su semejante Pablo Iglesias...
Estamos en manos de un hatajo de sociópatas sin el menor sentido de la dignidad que son capaces hasta de prostituir un funeral de Estado y degradarlo a pantomima gubernamental.