Es fácil de entender la euforia que ha provocado en los socialistas la decisión del TSJC de mantener cautelarmente la fecha del 14 de febrero para la celebración de las elecciones autonómicas catalanas, frente al intento de la Generalidad de retrasarlas hasta el 30 de mayo. Como ya se advirtió aquí, Salvador Illa y el PSC estaban maniobrando contra el aplazamiento por los buenos pronósticos que les auguraban los sondeos; pronósticos que bien podrían desvanecerse a medida que vaya calando entre la ciudadanía la pésima gestión del candidato socialista a la Presidencia de la Generalidad como ministro de Sanidad de uno de los países más devastados por la pandemia del coronavirus.
Lo que ya no sería tan fácil de entender es que el TSJC concluya dentro de tres días que las catalanas han de celebrarse inexorablemente dentro de menos de un mes, habida cuenta de que su convocatoria es competencia exclusiva de la Generalidad, de que ni siquiera el 30 de mayo se habrá agotado el plazo de cuatro años desde las últimas autonómicas (celebradas el 21 de diciembre de 2017) y de que existen antecedentes de aplazamientos electorales por razones sanitarias, tal y como sucedió justo el año pasado en el País Vasco y Galicia.
Como ni siquiera con el aplazamiento planteado por la Generalidad se traspasaría el plazo de cuatro años de la legislatura, resulta inexplicable el empecinamiento en que se celebren inmediatamente los comicios, cuando España en general y Cataluña en particular están registrando datos malísimos del impacto de la pandemia. Más aún cuando se tiene en cuenta que se están adoptando medidas tremendamente restrictivas de las libertades de los ciudadanos. En este sentido, por cierto, cabe elogiar la decisión de la Comunidad de Madrid de no perjudicar innecesariamente a los hosteleros, tanto como denunciar a los Gobiernos regionales de Valencia y Cataluña por sus draconianas medidas contra un sector vital de la economía.
Nada garantiza que la situación sanitaria sea en mayo peor que ahora; pero la cuestión es que ahora hay plena conciencia de la pésima situación presente, y margen para la postergación de los comicios sin que nadie pueda decir que se está utilizando la pandemia como excusa para sobrepasar el periodo de cuatro años que constitucional y estatutariamente tienen las legislaturas. No será Libertad Digital quien niegue los persistentes desafíos a la democracia y el ordenamiento jurídico vigente por parte de la Generalidad; pero, desde luego, tampoco caerá en el ridículo de incluir entre esos inaceptables pero tolerados desafíos al orden constitucional la sensata pretensión de retrasar unos meses la celebración de unas elecciones.
Sea como fuere, Salvador Illa no debería esperar ni al 14 de febrero ni al 30 de mayo para presentar su dimisión: el más elemental sentido de la responsabilidad y el respeto a las instituciones le deberían impedir ser a un tiempo candidato autonómico y ministro. Ya se le puede reprochar su irresponsable empecinamiento: confiemos en que el TSJC impida finalmente que se salga con la suya en su pretensión de que las catalanas se celebren el 14 de febrero, cuando como ministro de Sanidad debería ser el primero en solicitar su postergación.