Una nueva ronda de conflictos vuelve a poner de relieve la acuciante necesidad de una Ley de Huelga que regule y compatibilice la posibilidad de ejercer el derecho al paro como medida de presión laboral y el no menos importante derecho al trabajo de aquellos que no compartan la necesidad o la oportunidad de secundarlo.
Casualmente, todos estos conflictos se dan en sectores cuyas condiciones quisieran para sí muchos otros trabajadores: estibadores, taxistas o maquinistas del metro son trabajadores privilegiados por distintas razones, desde las condiciones laborables de unos hasta los mecanismos de cierre a la competencia de otros.
Estos privilegios no impiden –sino exactamente todo lo contrario– que unos y otros se muestren capaces no sólo de hacer huelgas, sino de amenazar de forma muy poco velada con el uso de la violencia o plantear sus paros en un momento en el que el daño a la empresa y a la sociedad son totalmente desproporcionados.
Es el caso, por ejemplo, de los maquinistas del metro de Madrid, que anuncian un paro en los días en los que se celebrará en la capital el World Pride, la fiesta mundial del Orgullo Gay, que se prevé atraiga a millones de visitantes y concitará la atención informativa de buena parte del mundo. El daño que pueden hacer a la imagen de Madrid como destino turístico es, por tanto, incalculable.
Los intentos de los estibadores por mantener los privilegios que heredaron del franquismo, la violencia de algunos taxistas para que no se rompa su monopolio y las huelgas salvajes en los servicios públicos cuando más daño pueden hacer son sólo tres muestras más de cómo en la España actual se venden como derechos lo que en realidad son arbitrariedades políticas. Unas decisiones que benefician a unos pocos pero perjudican a una mayoría que no sólo paga más caros algunos productos o servicios, sino que no puede acceder a puestos de trabajo a los que tendría todo el derecho.
Unas reivindicaciones, en suma, injustas en la mayor parte de los casos pero que en no pocas ocasiones acaban teniendo éxito, precisamente, porque se aprovechan de la simpatía mediática y política que acompaña cualquier reivindicación obrera y porque la democracia española se ha negado a regular de una forma razonable un derecho que suele entrar en conflicto con otros y que, como todos, debe estar sometido al imperio de la ley.