Una nueva catarata de noticias sobre gravísimos casos de corrupción ha inundado los medios en las últimas horas. Si no había bastante con los casos Urdangarín, Bárcenas, Gürtel, Pujol, ITV, Palau, los ERE, ahora hay más que añadir a la lista: el del AVE a Barcelona y el de Cuadrifolio, que estamos seguros dará mucho que hablar y que ya ha traspasado las fronteras de Castilla-La Mancha, a la que lo circunscribían las primeras informaciones.
Más allá del hecho de que estos dos nuevos casos de corrupción afecten al PSOE, son un nuevo síntoma de algo que es imposible seguir negando: la corrupción es una lacra generalizada que no afecta a todos los políticos –eso sí sería una generalización injusta– pero sí a muchísimas instituciones y a todos los partidos con alguna responsabilidad de poder.
La tendencia a la corrupción es connatural al ser humano, no debe alarmar que en una democracia haya corruptos; pero llegados a este grado de extensión del problema hay que sacar conclusiones, y la primera que hay que tener clara es que el sistema que permite este grado de corrupción está gravemente enfermo.
La enfermedad del sistema está producida por varias patologías, que siendo cada una grave, juntas tienen un efecto demoledor. La primera de ellas es la extrema politización de la Justicia, que el ministro Gallardón prometió eliminar y que por contra ha llevado a su paroxismo. Si uno es juzgado por quienes él mismo y sus compinches han designado, las probabilidades de impunidad son máximas.
No menos grave es la propia estructura del Estado, un filón para los corruptos y los corruptores: varios niveles administrativos y un sector público elefantiásico, por el que pasa casi el 50% de la riqueza nacional, son un campo abonado para los que desean servirse en lugar de servir.
La estructura antidemocrática de los partidos políticos es la guinda de este putrefacto pastel. Los políticos saben que su status no depende de su honradez ni del aprecio ciudadano sino de saber medrar en la organización, lo que representa un estímulo para que la honestidad no sea una condición sine qua non en su desempeño, sino más bien una rémora que puede condenarlos irremisiblemente a la irrelevancia o a navegar a merced de la corriente en un océano de corrupción.