En efecto, como dice Elena Valenciano, el nuevo candidato Rubalcaba no supone una enmienda a Zapatero. En ningún caso podría serlo cuando desde el comienzo fue su portavoz parlamentario para pasar a asumir, más adelante, la batuta en las negociaciones con la ETA desde la cartera de Interior y la dirección del Gobierno desde la Vicepresidencia Primera. Especialmente en el último año, nada se ha hecho o deshecho en el Ejecutivo sin el visto bueno de Rubalcaba. Su elección como candidato no supone ninguna ruptura, sino la más suicida de las continuidades.
Pese a ello, pocas dudas caben de que la estrategia electoral de esa funesta fusión del felipismo y el zapaterismo consistirá no sólo en acercarse al 15-M, sino a distanciarse de las decisiones políticas del Ejecutivo socialista. No es de extrañar, pues el de Zapatero pasará a la historia como el peor Gobierno de nuestra democracia.
El problema para Rubalcaba es que tiene acumulados demasiados muertos en el armario. Si carga demasiado contra Zapatero, el estigma de haber sido su ministro y de contar con su respaldo sólo se acrecentará. Si lo hace demasiado poco, perderá las elecciones. Imposible equilibrio cuyas contradicciones internas no harán más que acrecentarse conforme se acerquen los comicios a menos que asistimos a un ejercicio de propaganda masiva.
Hasta el momento, la mitad de los españoles desconfían de Rubalcaba. Demasiado pocos para la cantidad de infamias que el socialista ha perpetrado en todos los frentes imaginables. Bienvenidas sean, por tanto, todas aquellas campañas ciudadanas dirigidas a desenmascarar al ex ministro y a recordar sus destrozos. No cabe duda de que el ex ministro del Interior dedicará todos y cada uno de los días que resten hasta las elecciones –todos y cada uno de los días que Zapatero se empeñe en prolongar el calvario de España por conveniencia personal y partidista– a su acreditada especialidad: retorcer, manipular y tergiversar la realidad. Por eso será necesario que, mientras tanto, sus mentiras se combatan con la verdad. Lo último que necesitaría España son otros cuatro años de un desnortado radicalismo izquierdista.