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EDITORIAL

El adiós de un político sobrevalorado y pésimo ministro

El fracaso sin paliativos de la reforma de la ley del aborto ha sido tan sólo el último naufragio político de Gallardón, y no el más grave.

Alberto Ruiz Gallardón puso ayer fin a su carrera política después del sonoro fracaso de su gestión en la reforma de la ley del aborto. El hombre del consenso, el político que caía bien a la izquierda, el único capaz de concitar el apoyo de las demás fuerzas políticas a las propuestas del PP, salió este martes del Ministerio de Justicia por la puerta de atrás, despreciado por los adversarios y abandonado por sus compañeros de Gobierno y de partido.

La reforma de la polémica ley del aborto de Zapatero ha sido el detonante de su dimisión, pero ese es sólo el último fracaso de Gallardón en Justicia y, desde luego, no el más grave.

La promesa de regeneración de la Justicia para devolverle su necesaria independencia fue uno de los compromisos nucleares del programa con el que el Partido Popular concurrió a las pasadas elecciones generales. Rajoy situó al frente de la cartera que debía llevar adelante esa importantísima tarea a Gallardón, toda una garantía, al parecer, de que la reforma del Poder Judicial llegaría a buen puerto, y a la mayor brevedad. El resultado fue no ya el incumplimiento de esa promesa, algo que ya hubiera sido denunciable de por sí, sino que, después de los mangoneos jurídicos del ministro y sus cambalaches con la oposición, la Justicia quedó irremediablemente contaminada y con un nivel de politización peor aún que en los tiempos del felipismo. Si Alfonso Guerra decretó la defunción de Montesquieu, justo es reconocerle a Gallardón el mérito de haber enterrado sus restos en la sima más profunda de la democracia, donde yacen en la actualidad.

Uno de los efectos más dolorosos de esta corrupción judicial institucionalizada lo tuvimos con la malhadada revisión de la Doctrina Parot por parte del Tribunal de Estrasburgo en octubre del año pasado. Gallardón y su de Interior, Jorge Fernández Díaz, no tardaron en salir a tranquilizar a los españoles afirmando que el dictamen sólo afectaría a la etarra Inés del Río, en cuyo nombre se había iniciado la causa en la corte europea. Lo cierto es que pocos días después los tribunales y las instituciones penitenciarias comenzaron un rosario de excarcelaciones (más de medio centenar) que supusieron un mazazo para las víctimas de los terroristas y una ofensa a todos los españoles, sin que el ministerio de Gallardón se distinguiera precisamente en sus afanes por tratar de evitar semejante indecencia jurídica.

El fracaso sin paliativos en su gestión de la reforma de la ley del aborto ha sido tan sólo el último naufragio político de Gallardón. Rajoy dio por bueno el anteproyecto elaborado por su ministro de Justicia haciendo gala de esa holganza con la que trata todos los asuntos que no tengan que ver con la economía. Sin embargo, el aislamiento parlamentario de la propuesta, la polémica levantada en la sociedad y la división provocada dentro del propio Partido Popular han sido argumentos suficientes para que el presidente propinara a Gallardón una expresa desautorización pública como se recuerdan pocas en España.

El peor ministro de Justicia de la democracia hizo méritos suficientes para ser destituido en cuanto mostró su insolvencia con la reforma del Poder Judicial. Al final se marcha por haber puesto su ambición personal por encima de los intereses generales y, sobre todo, del oportunismo de partido, algo esto último que Rajoy no es capaz de perdonar.

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