Tras derrocar al liberticida presidente islamista Mohamed Morsi, el Ejército vuelve a detentar el poder en Egipto, como viene haciendo desde el muy lejano 1952, en que los oficiales libres de Gamal Abdel Naser derrocaron al rey Faruk.
En efecto, el Ejército ha gobernado el país sesenta de los últimos sesenta y un años, por lo que no es descabellado afirmar que el Egipto contemporáneo es en gran medida creación de su omnipresente establishment castrense. Que ha gobernado todo ese tiempo con mano de hierro, de manera implacable y con mucho más cuidado por sus propios intereses que por los de la nación.
De nuevo, los militares egipcios se presentan como la solución, pero lo cierto es que son y han sido parte fundamental del problema. Lo fueron en el pasado, cuando marcaron el país a fuego con su belicoso socialnacionalismo sovietófilo, y lo han sido en los últimos lustros, en que se han convertido en empresarios y enriquecido a sus amigotes a costa del Estado, al que han socavado a modo, y de una población a la que han saqueado y aterrorizado sin contemplaciones. Ayer y hoy, se han empleado a fondo en la represión de los auténticos demócratas y en el cultivo de una relación harto ambigua con los islamistas, a los que han perseguido y a la vez tolerado, cuando no directamente alentado en algunos de sus propósitos.
Su gran coartada, que han esgrimido con gran fortuna dentro y fuera del país, ha sido el miedo. El miedo al desorden, al caos, al totalitarismo islamista. Y, dentro y fuera del país, muchos les han venido comprando el discurso mirando para otro lado o tapándose la nariz. Empezando por Estados Unidos, al que se ha acusado desde la prensa oficialista –en plena era Mubarak– de ser peor que Hitler, e Israel, cuya embajada fue asaltada no hace ni dos años y que, por otro lado, no deja de denunciar la ubicuidad de la judeofobia en un país donde se han emitido –sin mayores problemas con la en otros casos muy puntillosa censura– series basadas en los infames Protocolos de los Sabios de Sión.
Pues ya va siendo hora de cambiar, de rechazar la mercancía. Porque está podrida. Occidente, y sobre todo Estados Unidos, debe replantearse su política hacia Egipto y su dirigencia militar. Debe ser mucho más exigente con estos aliados tan poco fiables, los primeros interesados en que la atmósfera en el país norteafricano esté permanentemente enrarecida y muy cargada de volatilidad. Si no, es harto probable que las consecuencias sean desastrosas, para los egipcios y para los propios occidentales: la Historia, la pasada y la tan reciente que se adentra en el presente, nos enseña que después de lo malo es frecuente que suceda lo peor. Y no de manera fortuita, sino porque se lo convoca.