Si la tan criticada austeridad ha sido en realidad una historia falsa de terror propaga por la izquierda con fines electoralistas, 2014 parece destinado a convertirse en el año en el que, definitivamente, las Administraciones Públicas dejen de aparentar que tratan de contener el gasto.
Bien al contrario: tanto la Administración general del Estado como las comunidades autónomas volverán, sin disimulo, a su habitual ritmo de derroche del dinero de todos. Y muy especialmente estas últimas, que prevén en conjunto un crecimiento del gasto por encima del 4%.
Un incremento del gasto que se produce cuando la economía crecerá alrededor del 1%, según los más optimistas, en un entorno en el que la recuperación no se ha asentado ni mucho menos, y después de que el conjunto del Estado no haya conseguido reducir más que muy superficialmente el espantoso déficit que arrastra desde el inicio de la crisis.
Es decir, que cuando no es previsible que los ingresos públicos evolucionen de una forma muy positiva, con un déficit que puede acabar el año en el 7% y con la economía sin aliento tras las brutales subidas de impuestos, los políticos parecen dispuestos a persistir en el vicio del despilfarro. No por más previsible el resultado, una deuda aún más descontrolada, resulta menos dramático.
Lo peor de todo es que no lo hacen por un convencimiento económico o por lo que podríamos denominar alta política: tras estos incrementos del gasto está el inicio de un ciclo electoral que nos llevará, en menos de dos años, a tres elecciones: europeas, autonómicas y municipales; y, finalmente, a las generales, previsiblemente en otoño 2015. Los políticos ven amenazadas sus poltronas y, para remediarlo, tiran del único método que conocen: el reparto de dinero público y prebendas.
Tampoco hay que olvidar otra razón que explica este previsible descontrol del gasto: el Gobierno, sobre todo el ministro de Hacienda, ha desatendido su obligación y su compromiso y, en lugar de perseguir y castigar a las CCAA que no dejaban de derrochar, ha machacado política y económicamente a aquellas que, como Madrid, sí tomaban medidas efectivas para ajustar sus gastos a sus ingresos. Algunas, por cierto, con un alto coste político.
Lo cierto es que en un país que ve en el gasto público la panacea, con unos contribuyentes que creen que "el dinero público no es de nadie", era necesario un Gobierno con un cierto coraje político para hacer las reformas y tomar las decisiones que embridaran ese gasto.
No es desde luego una cualidad de la que pueda presumir Rajoy, que, en esto como en casi todo lo demás, ha demostrado una cobardía política que, de no cambiar radicalmente en la segunda parte de la legislatura, será el principal recuerdo que deje de su paso por La Moncloa.