La multitudinaria manifestación de la Diada de 2012, que llevaba por lema "Catalunya, nou Estat d'Europa", supuso el pistoletazo de salida del proceso separatista; desde entonces, los impulsores del golpe de Estado tratan de inflar todos los años el número de asistentes al aquelarre antiespañol y vuelven comprometerse a "llegar hasta el final" en su inicuo desafío a la soberanía nacional y al Estado de Derecho.
Pero por mucho que los impulsores del golpe inflen las cifras, y por orwelliana que sea la cobertura que de semejantes episodios de delirio colectivo liberticida hacen medios de comunicación como la descalificable Televisión Española, la realidad es que los partidarios de la independencia no han ganado correligionarios desde 2012 y que más de la mitad de los catalanes siguen queriendo que el Principado no se desgaje de España.
Aun cuando la totalitaria ingeniería social nacionalista ha conseguido, después de cuatro décadas, que casi la mitad de la población catalana abrace la secesión, el número de separatistas parece, en efecto, haberse estancado en los últimos años, circunstancia aún más llamativa si se tiene en cuenta el deplorable desempeño de una clase política sedicentemente constitucionalista que, para empezar, en su día no tuvo reparo alguno en que se diera a la Diada carácter de fiesta nacional de Cataluña, pese a que remite a una guerra de sucesión –que no de secesión– en la que los catalanes –como el resto de los españoles– combatieron en ambos bandos y con la mente puesta en lo que consideraban mejor para España.
El desprecio o directamente el odio a España inoculado durante décadas por los nacionalistas desde las escuelas y los medios de comunicación no ha podido sin embargo aniquilar a esa mitad de catalanes que quieren seguir siendo españoles, pese a la orfandad y el desamparo que reciben de un Gobierno y de una clase política nacional que se muestran impasibles ante el envenenamiento de la convivencia perpetrado por el separatismo y que hasta consienten que un cabecilla del golpe siga ostentando la máxima representación del Estado en Cataluña como presidente de la Generalidad.
Pocos ejemplos más graves y elocuentes de la actitud del Gobierno español que las declaraciones de Josep Borrell –único ministro supuestamente combativo con el nacionalismo– a la BBC, en las que se ha permitido criticar la prisión preventiva dictaminada por el juez Llarena contra los miembros del anterior Gobierno golpista de Puigdemont y, sin vergüenza, ha afirmado que Cataluña es una "nación".
Si hasta un ministro como Borrell finge ignorar que la parte nunca puede ser igual al todo, que Cataluña ni es ni fue nunca una nación, y hasta se permite criticar las medidas de un juez en defensa del orden constitucional, ¿qué se puede esperar del resto del Gobierno? ¿Qué critica cabe hacer a los separatistas sin hacerla extensible a unos gobernantes españoles que hacen suyos los delirios de los primeros y toleran una independencia de facto a la Cataluña nacionalista tanto o más repugnante que la independencia de iure que andan estos persiguiendo?
Pese a las quimeras de los separatistas y a la condescendencia y pusilanimidad de los partidos constitucionalistas, lo cierto es que la soberanía nacional la sigue ostentando el pueblo español y que Cataluña no es "un sol poble" que clama por la secesión. Lo cierto, en fin, es que la población de esa parte de España está profundamente dividida y enfrentada, debido tanto a los proyectos totalitarios de los nacionalistas como a la cómplice dejadez de quienes deberían combatirlos con todas las armas del Estado de Derecho.