El fallo del Tribunal Supremo sobre el derecho de los niños catalanes a ser educados en castellano, recaído tras el recurso de uno de los muchísimos padres afectados, pone de manifiesto una vez más la contumacia de la Generalidad en la vulneración de los derechos básicos de los ciudadanos de esa Comunidad Autónoma.
La sentencia adquiere una relevancia añadida porque, de paso, enmienda la plana al Tribunal Superior de Justicia de aquella Comunidad Autónoma señalando que el ejercicio de ese derecho debe ser garantizado por los poderes públicos sin necesidad de que los afectados tengan que recurrir a la Justicia, tesis asombrosa que aquél órgano jurisdiccional autonómico había sostenido a despecho de cualquier lógica jurídica.
Pero el rosario de reclamaciones de los padres afectados por la inmersión lingüística que los tribunales vienen dirimiendo a lo largo de los últimos tiempos, pone de manifiesto sobre todo la actitud inadmisible de un órgano del Estado, la Comunidad Autónoma de Cataluña, que se pone a sí mismo fuera de la ley dañando gravemente los derechos fundamentales de los niños cuyos padres quieren para ellos una enseñanza en la lengua común de todos los españoles.
Ni la alta inspección de la administración central ni los ministros de educación que han venido ocupando ese cargo han sido capaces de llamar al orden a ese órgano autonómico, dispuesto a pisotear la potestad de utilizar el español que cabe a todos los ciudadanos y la Constitución consagra como uno sus principios más básicos.
Siendo esto así, el Gobierno de la nación tiene el deber de poner fin al ultraje ejercitando las acciones que la Constitución y las leyes ponen a su servicio para tal fin. No debemos olvidar que la educación pública es una competencia del Estado transferida a las comunidades autónomas y que como tal puede ser recuperada por el Gobierno cuando existan motivos para ello. Lo que está pasando en Cataluña desde hace ya mucho tiempo justifica sobradamente que el Estado recupere de inmediato esa competencia para ejercerla de forma que se garantice la igualdad de todos los españoles, también en el terreno educativo. De hecho debería centralizar los servicios educativos con carácter general por motivos de pura eficiencia económica, pero el caso de Cataluña –como el de otras comunidades que han decidido imitar su política de agresión lingüística-, que convierte en víctimas de esta opresión institucional a niños que comienzan itinerario educativo, es el más perentorio. Otra cosa es que Rajoy se atreva a dar la cara en este envite permanente del nacionalismo identitario.