Los socialistas acusaron en su momento al Gobierno de Aznar de llevar a los soldados españoles a la guerra. No era cierto en términos convencionales, pues las operaciones militares tradicionales de invasión y control del territorio habían terminado cuando desembarcaron nuestras tropas. Sin embargo, puede argumentarse que lo que ha sucedido desde entonces debería ser considerado también como una guerra, y por tanto que nuestras tropas estaban allí para librarla. Es un argumento razonable, que puede sostenerse perfectamente. Pero si se hace, resulta imposible de defender al mismo tiempo, por pura coherencia lógica, que nuestros soldados están en Afganistán realizando tareas humanitarias y que aquello no es una guerra.
Lo cierto es que Irak es actualmente, por increíble que pueda parecer, un país mucho más estable y unido que Afganistán, y su Gobierno también es mucho más fuerte, gracias en buena medida a la extraordinaria labor del general Petraeus. Los talibanes se han aprovechado en parte de que Estados Unidos se ha centrado más en combatir en Irak y en mucha mayor medida de que sus aliados de la OTAN han preferido acudir al país asiático más para figurar y hacer méritos ante el gigante norteamericano que para hacer una labor efectiva de pacificación.
España es, dentro de ellos, un caso paradigmático. Pese a asegurar de boquilla su compromiso con la misión de la OTAN, el Gobierno de España impide que nuestras tropas puedan hacer su trabajo, imponiendo todo tipo de restricciones a su labor encaminadas a reducir al mínimo posible los riesgos que allí corren. Siempre es de agradecer, evidentemente, que se tomen todas las precauciones posibles y que nuestros soldados no se jueguen la vida inútilmente. Pero no es de recibo hacerlo reduciendo su efectividad y poniendo en riesgo la lucha que se lleva a cabo en Afganistán contra el extremismo islámico que defienden los talibanes. Y menos cuando la razón de hacerlo es que la opinión pública se lleve la impresión de que nuestras tropas no corren peligro.
Para quienes creemos que la mayor amenaza exterior del mundo libre es el islamismo, resulta todo un orgullo que nuestros hombres y mujeres de uniforme estén en primera línea de batalla contra este totalitarismo. Ellos se están jugando la vida por nosotros y por defender nuestras libertades, y cuando dos de ellos mueren en ese empeño no podemos sino honrarlos de la mejor manera que sabemos: destacando la importancia de la misión por la que perdieron la vida y reconocer su sacrificio, que creemos que no es en vano.
No podemos sino aplaudir que la ministra de Defensa viaje a Afganistán. Es un reconocimiento que Rubén Alonso Ríos y Juan Andrés Suárez se merecen. Pero no es menos cierto que sería aún más importante reconocer por qué estaban allí y por qué luchaban. Y no parece que ni Carmen Chacón –escogida para el puesto por el simbolismo que suponía que fuera mujer, y además embarazada– ni muchos menos Zapatero –que piensa que el problema del extremismo islámico se soluciona con "alianzas de civilizaciones" y para quien, por tanto, el empeño de Afganistán es un esfuerzo estéril– vayan a admitir públicamente la importancia que tiene para Occidente lo que ocurra en ese lejano país asiático ni a reconfortar a las familias de nuestros dos militares recordándoles el valor de lo que hacían en Afganistán.
Al menos podremos tener la confianza de que la oposición no le echará en cara al Gobierno estas muertes. Pero, por desgracia, estamos convencidos de que, si esto fuera al revés, los socialistas no desaprovecharían esta oportunidad.