Que la corrupción forma parte, y no precisamente menor, de la vida política, económica e institucional de España es una evidencia de la que cada día hay constancia, además de variedad. Este lunes, por ejemplo, ha trascendido que la Fiscalía reclama al Supremo investigar al ministro de Fomento y portavoz del Gobierno, así como número dos del PSOE, José Blanco, por su presunta relación con la trama del "caso Campeón". Más o menos a la misma hora, en la SGAE se daba cuenta de las tropelías cometidas durante la dilatada gestión de Eduardo Bautista, alias Teddy, que incluyeron, además, pagos a la Fundación Nóos, la presidida por Iñaki Urdangarin, marido de la Infanta Cristina, y cuyo método de funcionamiento ha sido tachado de "auténtico sablazo" por algunos de los que estaban en el secreto de los convenios que la susodicha fundación lograba de administraciones políticas de todo tipo, condición y color político. Es decir, que en sólo 24 horas, se acumulan los detalles escabrosos en las graves y fundadas sospechas que penden sobre un miembro del Gobierno, otro de la Casa Real y un artista al que nadie replicaba y de cuya honorabilidad estaba prohibido dudar hasta que entró la Guardia Civil en su despacho y descubrió un pastel (presunto) de cientos de millones de euros.
Ante semejante panorama sólo cabe concluir que las prácticas irregulares, el trinque puro y duro, el nepotismo y todas las formas de inmoralidad pública, habidas y por haber, campan por España al socaire de las prestaciones políticas e institucionales que no pocos individuos ofrecen en función de sus cargos, ya sean el de ministro o el de funcionario de confianza de un alcalde menor. Son tantas las posibilidades al calor a veces de la impunidad o a veces de la incapacidad material de los jueces, que durante los últimos años se ha producido una auténtica revolución en el género de los apaños. Así, se han seguido pagando comisiones por mediaciones truculentas o favores improcedentes, se ha recalificado y vuelto a recalificar mientras crecía el despilfarro en informes de pega, florecía el enchufismo, las instituciones se convertían en agencias de colocación de los afines, y políticos con visa municipal se dejaban dinero público en facturas de restaurantes, hoteles y hasta prostíbulos. Ha sido tal el descaro y la prepotencia, que son muy pocos ya los ciudadanos que confían en la honorabilidad de los políticos y muchos los que asumen la corrupción como un fenómeno irremediable.
Sin embargo, las posibilidades de regeneración democrática y recuperación económica pasan inevitablemente por reconocer el problema y atacarlo, lo que pasa, también inevitablemente, por la independencia del poder judicial. De momento, sólo la crisis opera en contra de la corrupción, puesto que el saqueo de las arcas públicas ha sido tan intenso que, aunque quisieran, los corruptos tienen cada vez un margen de actuación más estrecho. Igual que Blanco, Urdangarin y Bautista.