La Ciudad Condal es ya un ejemplo formidable de los estragos que pueden causar unos gobernantes pésimos; de cómo una clase política lamentable y un marco ideológico aún más nocivo son capaces de socavar la convivencia e infligir daños tremendos al bienestar social.
Barcelona es una ciudad que, en principio, lo tiene todo para ser en uno de los centros neurálgicos de Europa, y de hecho no ha sido infrecuente verla en ránkings de referencia para inversores, creadores, profesionales liberales y turistas. Sin embargo, la Barcelona que aparece de unos años a esta parte en los medios –nacionales e internacionales– es una ciudad bien distinta; una ciudad desquiciada, sometida a una tensión insoportable por un nacionalismo asilvestrado y liberticida y por unos niveles de delincuencia verdaderamente estupefacientes.
La crisis de seguridad que vive la capital catalana, que ya provoca alertas diplomáticas y por supuesto ha llegado a las portadas de los grandes medios internacionales, es consecuencia directa del fanatismo ideológico de sus elites políticas, que les lleva a despreciar todo lo que no tiene que ver con el desafío separatista al Estado de Derecho y a alentar fenómenos contraculturales y antisistema que, cómo sorprenderse, se les acaban volviendo en contra. La descalificable Ada Colau, personaje nefasto donde los haya, ya no presume tanto de outsider.
Colau y sus semejantes están demostrando una incapacidad espeluznante para gestionar una ciudad como Barcelona, que no deja de degradarse –y arrastrar por el fango su hasta hace sólo unos años extraordinaria imagen internacional– mientras ellos andan excitando la turismofobia, jugando a la política global con un oportunismo repugnante a cuenta de temas como la crisis migratoria y haciendo el caldo gordo a los golpistas que están convirtiendo Cataluña en un erial supremacista. Cuánto daño están haciendo estos indeseables.
Barcelona está siendo víctima de dos ideologías realmente peligrosas, sobre todo cuando van de la mano: el nacionalismo y el altermundismo anticapitalista. Lo peor es que este estado de cosas no parece tener remedio en el futuro previsible, como puede temerse cualquiera que eche un vistazo a los resultados de las muy recientes elecciones municipales en la Ciudad Condal. Barcelona está en el despeñadero, pero no porque así lo haya dispuesto divinidad alguna ni porque haya tenido una descomunal mala suerte en forma de desastres naturales o hecatombes similares con escasa o nula intervención humana, sino porque ahí la han puesto los propios barceloneses y sus muy votados representantes electos. Eso es lo descorazonador, eso es lo trágico y a eso es a lo que ellos mismos, los barceloneses, han de poner remedio si quieren que su ciudad vuelva a ser objeto de admiración internacional.