Lo vivido este jueves a las puertas de Tribunal Superior de Justicia de Cataluña ha tenido todas las trazas de un aquelarre fascista, no sólo por su execrable objetivo –coaccionar al Poder Judicial–, también por la puesta en escena, con las banderas –significativamente, la catalana estaba en minoría frente a la sectaria estrellada–, los cuatrocientos alcaldes no con el brazo pero con la vara de mando en alto, las canciones patrióticas… y ese saludo de nuevo cuño que se ha inventado el nacionalismo y que es una mala copia, precisamente, del que tradicionalmente han utilizado los fascistas.
Ni una región, ni una sociedad ni un partido pueden ser rehenes y coartada de un presunto delincuente, y ningún líder político debe considerarse por encima de la ley. Si tuviera un adarme de dignidad, Mas, que se ha jactado una y otra vez de ser el responsable de la ilegal y liberticida consulta separatista del 9 de noviembre de 2014, no movilizaría a sus serviles esbirros en su ayuda, sino que tendría el coraje de arrostrar las consecuencias de su indefendible e intolerable proceder.
Estamos ante un intento descarado de garantizar la impunidad no sólo a Mas y el resto de los cobardes imputados, sino al nacionalismo en su conjunto, enemigo implacable de Cataluña que está arrastrando por el fango la imagen del Principado, a cuyas instituciones ha infligido un daño tremendo en estas tres décadas, con su desaforado sectarismo y su estupefaciente corrupción.
La apuesta del nacionalismo fascistoide es clara, y no menos clara y aún más firme debe ser la respuesta del Estado, que tiene a su disposición los instrumentos precisos para impedir que espectáculos tan indignantes vuelvan a producirse a las puertas de un tribunal y, sobre todo, para devolver la dignidad a las instituciones catalanas.
Ni el 9-N, ni la corrupción ni el aquelarre liberticida de este jueves pueden dejarse pasar: más allá de las opiniones políticas o de las banderas que cada uno defienda, las amenazas a la división de poderes, a la legalidad y a la libertad deben encontrarse con una sociedad, una clase política y un Estado que les hagan frente sin tibiezas ni medias tintas ni, mucho menos, miserables subterfugios que tengan por inconfeso objetivo final rescatar a los golpistas. No habría razón de Estado ahí, sino insensatez y vileza.