Mientras el PP reflexiona sobre el castigo que debe dar a algunos destacados militantes implicados en el caso de las tarjetas black de CajaMadrid, la juez Alaya sigue profundizando en los gigantescos escándalos de los cursos de formación y los ERE andaluces, con una certeza cada día mayor de que no se trataba de una golfada de tres o cuatro sindicalistas y altos cargos, sino un sistema para financiar al Partido Socialista.
Obviamente, no pretendemos comparar uno y otro caso, lo relevante aquí son las paupérrimas respuestas que los dos grandes partidos están dando a estos y a los demás episodios de corrupción que se están destapando, al tiempo que tratan de presentarse como los adalides de la transparencia.
La lucha contra la corrupción de PP y PSOE es tan insustancial y poco convincente que ni siquiera la atacan cuando tiene por protagonistas a otros partidos: ahí está la familia Pujol, enormemente tranquila en el frente político y más cómoda de lo que debiera en el judicial, mientras la Fiscalía y la Agencia Tributaria se toman el asunto con una parsimonia asombrosa.
Esta pasividad para los casos de corrupción propios y ajenos es el mejor estímulo para que se extienda la sensación de que el Poder está en manos de una casta que no tiene otro objeto que explotar y mangonear al pueblo.
Aunque rebozado en el marketing político más moderno y el show business televisivo, el populismo de Podemos está basado en el resentimiento y el rencor social, que es lo último que se necesita para sacar adelante un proyecto de regeneración democrático como el que precisa España.
Pero mientras los poderes públicos no sean capaces de contraponer una acción en verdad regeneradora, que pase por la persecución del delito y de los delincuentes –sean del partido o el clan que sean– y por la adopción de medidas que dificulten en vez de facilitar la corrupción, el discurso del odio y de la venganza tiene muchas probabilidades de triunfar.
El PSOE, el PP y no pocos grupos mediáticos están extendiendo una auténtica alfombra roja –nunca mejor dicho– a Iglesias y los suyos. Que precisamente los grandes partidos y los emporios de comunicación fueran los primeros en ser arrasados por el vendaval Podemos podría ser una suerte de justicia poética, pero aun así no dejaría de ser lo peor que le podría suceder a España.