En cierto sentido, las elecciones que se celebrarán en Reino Unido este jueves guardan un gran parecido con las que se van a celebrar en España a lo largo del 2015. En Gran Bretaña también nos encontramos ante unas elecciones que presuntamente certificarán el "fin del bipartidismo", ese que, en el caso británico, ha dominado la política del país desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Uno podría recordar algunos pactos de legislatura de Felipe y de Aznar, o el que una coalición de conservadores y liberal-demócratas ha gobernado Reino Unido durante los últimos cinco años, para resaltar que en ninguno de los dos países ha sido tan arrollador el bipartidismo como se nos quiere hacer pensar. Pero lo que resulta cierto tanto en Gran Bretaña como en España es que no se recuerdan unas elecciones en las que las encuestas hayan proyectado un Parlamento tan fragmentado, una aritmética de pactos tan complicada.
Las encuestas anuncian que ni los conservadores de David Cameron ni los laboristas de Ed Miliband lograrán una mayoría absoluta, y que es probable que ni sumando el apoyo de los liberal-demócratas de Nick Clegg lo consigan. Los otros dos pactos posibles (los conservadores con el euroescéptico UKIP y los laboristas con los nacionalistas escoceses) serían enormemente arriesgados tanto para Cameron como para Miliband porque supondrían un espaldarazo a los partidos que más votantes les quitan.
Y sin embargo, aquí no encontramos una actitud agónica por parte de los ciudadanos ante el fin del bipartidismo (ya sea a favor o en contra), ni una gran consternación por el futuro del país, ni mucho menos un coro de tragedia griega que entone lo del "fin del Régimen". Más bien, la actitud de los británicos a lo largo de esta campaña ha sido de hastío, de fastidio, hasta de aburrimiento.
Algunos verán en esto una confirmación de la imagen de los británicos como un pueblo adusto y flemático. Pero es más probable que la relativa calma se deba a una combinación de los siguientes factores: una tasa de desempleo quince puntos por debajo de la española; una de las parejas presidente-líder de la oposición más anodinas que se recuerdan (ya está tardando en aparecer un meme del Mayweather-Pacquiao con las caras superpuestas de Cameron y Miliband); y una campaña electoral sumamente predecible en la que los partidos han arriesgado bien poco, conscientes de que en estos tiempos de Twitter y Youtube un desliz, ya sea on-the-record u off-the-record-pero-algún-cabrito-lo-estaba-grabando-con-el-móvil, resta más votos que una propuesta desastrosa.
Y aun así la apatía generalizada sorprende porque, aparte del consabido "fin del bipartidismo", hay mucho en juego en estas elecciones. En primer lugar, el cómo y el cuándo de la lucha contra el déficit que empezó hace cinco años con la elección de Cameron y que se resume, aquí como en el resto de Europa, con la etiqueta de austeridad. Los conservadores sacan pecho por haber reducido el desempleo y el gasto público; los demás partidos les acusan de haberlo hecho a costa de desmantelar el sistema público, de crear trabajos basura, de aumentar la desigualdad. No es menos familiar o predecible el mensaje de los dos grandes partidos: los conservadores avisan de que un gobierno laborista desharía el virtuoso camino que se ha andado a lo largo de esta legislatura, mientras que los laboristas avisan de que un nuevo gobierno conservador vendería el Estado al mejor postor y devolvería a los británicos al Wigan Pier de Orwell.
A pesar de los mensajes apocalípticos, tanto los conservadores como los laboristas (e incluso los liberal-demócratas) mantienen que la lucha contra el déficit debe seguir adelante para que el Reino Unido evite el destino de los países del sur de Europa. Donde están en desacuerdo es en los tiempos y en las formas. Los conservadores prometen seguir reduciendo el déficit a base de recortes en todo menos sanidad y pensiones, mientras que los laboristas prometen hacerlo a base de subir los impuestos a los ricos. Los liberal-demócratas dicen situarse en este asunto entre los dos grandes partidos, UKIP promete que con el dinero que le cuesta al Reino Unido ser parte de la Unión Europea el déficit desaparecería, y los nacionalistas escoceses y los verdes dicen que paguen los bancos, o las multinacionales, o Londres, o quien sea menos nosotros.
También está en juego la relación del Reino Unido con la Unión Europea. Cameron, en gran parte para contrarrestar el efecto UKIP, ha prometido un referéndum vinculante en el que los británicos podrán votar si quieren irse o quedarse (UKIP ha reaccionado diciendo que ellos también quieren un referéndum pero que el suyo será más referéndum si cabe, y si hay alguien que no entienda esto yo no le culpo). Cameron siempre ha dado la impresión de ser un euroescéptico circunstancial, y es previsible que utilice la amenaza de la consulta para negociar mejores condiciones con Bruselas y luego pedir a sus simpatizantes que voten sí a quedarse. Pero los británicos tienen una relación complicada con el concepto de Europa, y el resultado de ese referéndum, en caso de producirse, es bastante incierto.
Otra dinámica interesante es la de las expectativas de los nacionalistas escoceses, que a lomos de la retórica de la anti-austeridad pueden obtener el mejor resultado de su historia en unas elecciones generales, convirtiéndose incluso en tercera fuerza y en llave de gobierno. Todo esto, el mismo año en que perdieron el referéndum independentista que había sido durante décadas el alfa y omega de sus programas electorales. Dulce derrota: en vez de tener que gestionar una nebulosa e impredecible independencia de la que habrían sido los únicos responsables, los nacionalistas podrán seguir explotando el victimismo identitario para lograr mayores cuotas de poder y autogobierno, y esta vez con mucha mayor capacidad negociadora. Todo lo cual demuestra algo que en España ya sabíamos: la extraordinaria resistencia e imprevisibilidad de los nacionalismos subestatales.
Caso opuesto es el de los liberal-demócratas, que van a pagar caro (injustamente, dicho sea de paso) el haber gobernado en coalición con los conservadores durante la última legislatura; y caso enigmático es el de las fuerzas y los movimientos antisistema de derecha y de izquierda, y sus perspectivas a largo plazo en la política institucional del Reino Unido.
La única fuerza verdaderamente antisistema que se presenta a las elecciones es el euroescéptico y xenófobo UKIP, que medirá el tirón que puede tener en unas generales un programa diseñado para unas europeas. El simplismo anti-casta de UKIP resultará desagradable pero son los únicos que han dado algo de vidilla a la campaña, con un líder que se presenta casi como el Jon Nieve que patrullará los acantilados de Dover, defendiendo a los británicos de la invasión de los salvajes polacos y los caminantes blancos rumanos; y con un candidato en Bristol que es productor de vídeos porno y que defiende que esto demuestra que UKIP es el partido "de la gente normal".
El antisistemismo de la izquierda, por su parte, ha cristalizado alrededor del cómico Russell Brand, quien ha decidido que es más cómodo ser Michael Moore que ser Beppe Grillo, más fácil tuitear que (buf) gobernar. A última hora ha recomendado a su legión de seguidores que voten por el laborismo, integrando lo que podía haber sido el germen de un Podemos británico en el partido que ha gobernado durante trece de los últimos dieciocho años. El vídeo en el que explica que Miliband es el único líder que escuchará a los ciudadanos no tiene pérdida. En todo caso, el posible efecto que pueda tener este apoyo imprevisto al voto laborista añade una dosis extra de intriga al resultado de los comicios.
Como pueden ver, no faltan incógnitas o aspectos interesantes en estas elecciones; y sin embargo la mayoría de los británicos irá el jueves a las urnas con un mohín de aburrimiento. Supongo que los países afortunados se pueden permitir estos lujos.