Quizá no se haya enterado usted, pero un terrorista islamista ha matado a un pobre turista británico al atropellarlo con su coche. Lo mismo que pasó en las Ramblas hace cuatro años, pero como ha escogido una localidad de Murcia llamada Torre Pacheco, en lugar de lanzarse sobre una de las vías más importantes de la segunda ciudad más grande de España, su odio homicida ha tenido una recompensa menor. Es uno y extranjero, además, y no dieciséis, así que podemos ignorar el atentado como si nunca hubiera ocurrido. Casi puedo ver a Leslie Nielsen encarnando a su personaje más célebre e intentando convencernos de que nos vayamos, que aquí no hay nada que ver.
De lo que en cambio estoy seguro de que sí se enteró usted es de que a un señor le habían grabado la palabra maricón con un cuchillo en las nalgas y que eso probaba lo peligroso que era el discurso homófobo de Vox. Que fuera mentira no impidió que siguieran con la cantinela, a la que se llegó a sumar Bildu, el partido predilecto de los terroristas nacional-socialistas vascos. Bildu preocupada por el discurso de odio propugnado por la ultraderecha. Te tienes que reír, y sin embargo va en serio. Porque oficialmente en España sólo existe el odio que, con mayor o menor imaginación, pueda achacársele a la derecha nacional.
Así, los nacionalistas no odian. Insultan a los españoles, los llaman "maquetos" o "colonos", y hasta los asesinan si se les ocurre llevar algún símbolo nacional, como hiciera el ídolo de Julia Otero. Así que todas las barbaridades que escuchamos desde Bildu, PNV, ERC, JxCat y las infinitas asociaciones y medios subvencionados por las regiones gobernadas por separatistas en realidad no son odio. No. Odio es señalarlo. Odio es decir que el nacionalismo es un cáncer. Odio es recordar que el PSOE está gobernando con el apoyo de golpistas y etarras.
La izquierda toda puede soltar sapos y culebras sobre Amancio Ortega, las empresas del Ibex y en general de todo aquello que gane mucho dinero, culpándolo de los males de este país. Pero eso nunca será considerado odio de clase, y si alguien es lo suficientemente sincero como para admitirlo no lo tomará como un odio denunciable ni ante los tribunales ni ante la opinión pública. Las feministas pueden decir que todos los hombres son violadores y maltratadores, que ojalá no existieran, que habría que meternos a todos en campos de concentración, pero merced a unos polvos mágicos eso no es odio, no es androfobia, no es sexismo.
Y, por supuesto, los musulmanes pueden declarar que nuestra civilización, nuestra cultura, nuestras instituciones, son pecaminosas y hay que acabar con ellas; hasta el punto de que algunos de ellos matan y mueren por ello, como ha pasado en Torre Pacheco. Pero nadie les retirará de sus púlpitos, ni les expulsará del país ni sus exabruptos recibirán más que un breve en los periódicos de mucho y progresista prestigio. En cambio, si a alguien se le ocurre siquiera insinuar que importar a miles de personas que nos odian por principio quizá no es la mejor de las ideas se le acusará de islamófobo, de xenófobo y, naturalmente, de tener un discurso de odio.
Cuando señalar lo obvio resulta inadmisible entre las élites, la población aborrece a sus élites. Ese es el fenómeno que se está extendiendo por Occidente y que tiene a tantos politólogos rascándose las meninges y buscando explicaciones cada vez más ridículas y estrambóticas. Es muy difícil explicar que es inadmisible pactar con Vox, un partido que respeta nuestra Constitución, por más que quiera cambiarla, mientras resulta encomiable pactar con partidos que han matado por razones políticas o llevado a cabo un golpe de Estado. Y resulta aún más difícil explicar que no puede debatirse siquiera si deberíamos importar inmigrantes de países que exportan terrorismo islámico. Por eso sucede lo de Torre Pacheco y se callan. Porque ese odio les viene mal, así que no existe.