Cuando aún no se había disipado el humo provocado por las bombas de la carnicería de Boston, la extrema izquierda empezó a propagar la especie de que en realidad no era para tanto. Al fin y al cabo, muere más gente todos los días en Somalia o Siria y nadie se lleva las manos a la cabeza. En concreto, usando la jerga de esta gente, "que el atentado de Bostón sea noticia de primera plana muestra la bestial asimetría de la guerra del imperialismo contra los pueblos", según escribió el cargo de Izquierda Unida en Andalucía Sergi Table.
La idea es que sí, que lo de Boston es grave, pero lo otro también y somos tan insensibles que lo despreciamos vilmente. No como ellos, claro, que se preocupan por igual de todas las tragedias del mundo, sin mirar el mapa antes. Son unos artistas, pero no de la política, sino de la autosatisfacción moral. Para ellos, lo que sucede en el mundo no es más que una oportunidad para mostrar lo muy superiores que son al común de los mortales. Eso sí, habrán tenido que acudir a Google para ver cuál ha sido la última noticia sobre Siria o Somalia para poder echarle en cara a los demás lo ruines que son.
Lo cierto es que existe una razón muy clara y evidente de por qué la mayoría nos preocupamos más por lo que pasa en Boston que por lo que pueda suceder en otros sitios. Simplemente, los bostonianos son gente como nosotros, con vidas parecidas a las nuestras. Seguramente nunca hayamos estado allí, pero podemos ser fans de los Celtics, o haber leído a alguien graduado en Harvard o el MIT, o usar Facebook, que nació allí. Quizá hayamos sido espectadores de un maratón u otra prueba atlética al aire libre. En definitiva, sentimos que lo que les ha pasado podría habernos sucedido a nosotros. Hay quien, por circunstancias de su vida, puede sentir lo mismo con respecto a lugares más extranjeros. Pero son los menos. Adam Smith lo explicó mejor que nadie en La teoría de los sentimientos morales:
Supongamos que el gran imperio de China, con sus miríadas de habitantes, fuera engullido súbitamente por un terremoto, y consideremos cómo reaccionaría un hombre de humanidad en Europa que no tuviera ninguna clase de conexión con aquella parte del mundo al recibir inteligencia de esa terrible calamidad. En primer lugar, imagino, expresaría de manera inequívoca su tristeza por la desgracia de ese infeliz pueblo, haría muchas reflexiones melancólicas acerca de la precariedad de la vida humana y la vanidad de todas las labores del hombre, que pueden ser así aniquiladas en un instante. También entraría quizás, si fuese un hombre de especulación, en muchos razonamientos concernientes a los efectos que este desastre podría producir sobre el comercio en Europa, y sobre el comercio y el devenir del mundo en general. Y cuando toda esta excelente filosofía hubiese terminado, cuando todos estos humanitarios sentimientos hubiesen sido expresados suficientemente, continuaría con sus asuntos o sus placeres, tomando su reposo o su ocio con la misma calma y tranquilidad que hubiera tenido de no haber sucedido tal accidente. El desastre más frívolo que pudiera acaecerle ocasionaría una alteración más real. Si fuera a perder su dedo meñique mañana, no dormiría esta noche; pero, siempre que no pudiera verlos, roncaría con la más profunda seguridad tras la ruina de cien millones de sus semejantes.
Smith no juzgaba al ser humano: simplemente lo describía. Concluía también que casi nadie, puesto entre la tesitura de elegir entre su meñique y cien millones de chinos, elegiría preservar su dedo. Pero somos así: nos preocupamos primero de nosotros, de nuestras familias, de nuestros amigos, de los conocidos, de los compatriotas... y nuestra inquietud va disminuyendo según vamos alejándonos de nuestro círculo. Es normal, hasta es sano. Nadie podría vivir con el peso de todos los males de la humanidad si realmente los sintiera como propios.
En el peor de los casos, ese argumento falaz empleado por tanta izquierda es una excusa para no decir que lo de Boston les importa un bledo. En el mejor, una forma de echarnos en cara lo poco guays que somos todos los demás cuando se nos compara con ellos. Pero lo que es seguro es que se trata de una forma especialmente repulsiva de eso que últimamente se ha venido a llamar postureo.