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Daniel Rodríguez Herrera

El sí de la monja Calvo

El problema de montarse en una ola de emociones para hacer política es que no hace falta mucho para que ésta te devore.

El problema de montarse en una ola de emociones para hacer política es que no hace falta mucho para que ésta te devore.
Carmen Calvo | Cordon Press

La nueva teocracia está en marcha. Lleva un tiempo dando pasos para instaurarse, con la ley de violencia de género como texto fundacional y sagrado. Todo lo que antaño era pecado, ahora cosifica a la mujer y, por tanto, vuelve a estar prohibido. Las mujeres ya no quieren tener sexo, se limitan a consentir que les hagan cosas. Los hombres son siempre presuntos culpables y las mujeres seres de luz incapaces de mentir. Y hemos pasado de la violencia de género a la violación, en manos de un caso demasiado fronterizo como para justificar las intensas pasiones que ha generado.

Los delitos sexuales son peculiares. Y lo son porque castigan unos actos que en un porcentaje abrumador se realizan de forma voluntaria. No sucede nunca que le demos nuestra cartera amablemente a un desconocido, de modo que es lógico presuponer que si ese señor que va por ahí corriendo la tiene es porque nos la ha quitado. Puede haber excepciones, como cuando al final de Primera plana Walter Matthau le regala a Jack Lemon su reloj para luego dar aviso a la Policía de que el muy sinvergüenza se lo había robado. Pero como están lejísimos de ser la norma, hay que probarlas. No creerse porque sí a quien se dice víctima. Y así funciona el Código Penal, salvo el caso peculiar de violaciones, agresiones y abusos sexuales, en que sucede justamente al revés.

Como lo normal en las relaciones sexuales es la voluntariedad, su inexistencia debe probarse de algún modo. España es un caso particular porque, al contrario de lo que puedan creer quienes piensan que nuestros juicios son como los de las películas de Hollywood, aquí no vale aquello de tu palabra contra la mía. La prueba testifical de la denunciante puede bastar para una condena si cumple con ciertos requisitos, digamos, extra de veracidad, lo cual ya es de por sí un peligro para la presunción de inocencia. Aún así cualquier otro tipo de prueba es bienvenida en casos donde no suele haberlas. Pero el sistema no debe ser tan malo para ellas cuando somos el quinto país más seguro del mundo para ser mujer.

Ahora la vicepresidenta y ministra de Igualdad, Carmen Calvo, ha asegurado que el Gobierno trabaja en una reforma según la cual "si una mujer no dice sí expresamente, todo lo demás es no". No sé ustedes, pero yo no recuerdo haber tenido ninguna relación sexual en la que hubiera un sí explícito expresado verbalmente por ninguno de los dos antes de meternos en faena. De ahí que haya provocado tanto revuelo y lo que hace un par de meses parecía una exageración mía se haya discutido en serio como una propuesta real, con las oprimiditas y sus aliados emasculados aplaudiendo fervorosamente y jueces y juezas para la Democracia Popular recurriendo a la mentira para defender a Calvo.

No, no es cierto que a los hombres heterosexuales nos preocupe que deba existir consentimiento, señora Vallejo Torres, porque no sólo es lo justo, sino que ya está así en la ley vigente. El propio caso de La Manada giró siempre en torno al consentimiento, si existió o no, y fueron condenados no porque fuera una relación sexual forzada violentamente, sino porque dos de tres jueces consideraron probado que la víctima no quería participar. Pero convertir toda relación sexual en un contrato donde las mujeres y sólo ellas deben dar un consentimiento verbal expreso –que es lo que quieren decir las palabras de Calvo– es transformar la violación en un delito de procedimiento. Le metemos en la cárcel porque no ha podido usted probar que su pareja aquella noche rellenó y firmó el formulario H51B, no porque abusara usted de ella. Eso nos da igual. Pero como no tiene pruebas de que haya existido un sí, su presunción de inocencia puede irse al retrete.

Hubo un tiempo en que se parecía estar claro que las emociones ni prueban ni refutan hechos. Hubo un tiempo en que cualquier persona racional lo entendía. Pero ahora todos los asuntos públicos se debaten recurriendo exclusivamente a las emociones. Se grita "Justicia patriarcal" y ya tenemos propuestas de reformar la ley para destruir la presunción de inocencia. De aprobarse esta aberración, no duden que dará los resultados que cabe prever, y que cuando eso suceda la izquierda se lavará las manos y seguirá llamándonos machistas. Pero el problema de montarse en una ola de emociones para hacer política es que no hace falta mucho para que ésta te devore. Y para que surja una fuerte contestación también emocional pero de sentido contrario.

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