La manera más sencilla de explicar a un norteamericano quién es y qué significa Federico Jiménez Losantos para nosotros es definirlo como “el Rush Limbaugh español”. El locutor, fallecido el pasado miércoles a los 70 años de edad, se aprovechó de la derogación en 1987 de la norma que requería que la radio hablase de temas controvertidos de un modo ecuánime y presentando en pie de igualdad todos los argumentos. Quienes piensen que algo así es el ideal periodístico al que tendríamos que aspirar, que sepan que había convertido al medio, fuera de la programación musical, en un bodrio con poca audiencia y menos interés. Los periodistas carecían de capacidad editorial para hacer programas personales, atractivos y diferenciados.
Entonces, sólo un año después del fin de la Fairness Doctrine, llegó Rush Limbaugh.
Fue un terremoto mediático. En aquellos tiempos no había internet, las televisiones eran uniformemente prodemócratas, los periódicos también tiraban a la izquierda y la radio era equilibrada pero un coñazo infumable que casi nadie escuchaba. La derecha, en definitiva, no tenía nadie de su lado en los medios, por más que por entonces las principales cabeceras fueran algo más ecuánimes que ahora. En ese panorama, el programa de Limbaugh, altavoz de ideas claras expresadas con un gran sentido del humor, se hizo rápidamente con un liderazgo en las audiencias radiofónicas que ya no abandonaría en sus treinta años en antena, hasta la muerte de su responsable. Como ha recordado mi admirado Mark Steyn, que era uno de los más habituales presentadores sustitutos del programa, especialmente durante este último año de lucha contra el cáncer, Rush Limbaugh ha liderado las audiencias de la radio comercial norteamericana durante un tercio de su existencia, algo insólito en radio o televisión.
Su programa de tres horas diarias se convirtió en la voz de decenas de millones de personas que habían sido sistemáticamente ignoradas por los medios, inmersos en lo que se llamó “consenso de redacción” y que en España conocemos tan bien que hasta Vicente Vallés parece ahora un peligroso revolucionario por salirse de él un milímetro. Había tanta gente que llamaba al programa simplemente para darle las gracias por estar en antena, por representarles a ellos, sus ideas y sus problemas en las ondas, que Limbaugh tuvo que pedirles que simplemente dijeran “ditto” (“lo mismo”) cuando llamaran para dar más tiempo a otros oyentes.
Pero la importancia de Limbaugh va mucho más allá de su programa, de su talento y de sus opiniones políticas. Descubrió que había un mercado para la información que se saliera de ese consenso mediático que había gobernado el periodismo desde hacía décadas. Aunque sus millones de oyentes sin duda lo van a echar de menos, lo cierto es que el mejor legado que deja Rush Limbaugh es precisamente la enorme cantidad de herederos que deja. No sólo en la radio, donde son incontables. Es dudoso que Fox News existiera siquiera si no fuera por su ejemplo, y no es por tanto extraño que Donald Trump rompiera su silencio mediático desde que Biden tomara posesión para participar en el homenaje que le ha dedicado la cadena, habiéndole concedido previamente durante su mandato la Medalla Presidencial de la Libertad. Y cuando llegó internet a nuestras vidas, la enorme variedad de digitales, blogueros, youtubers y podcasters de derechas que resisten a la ofensiva de los gigantes de internet contra ellos –bajo la perenne y gastada acusación de que son racistas, machistas y supremacistas todos ellos– debe, aun sin saberlo o reconocerlo, su capacidad de hablar de otra manera, de comunicar otras ideas a Rush Limbaugh. Descanse en paz.