El intento de Pedro Sánchez de reivindicar el Pazo de Meirás en favor del Estado presenta no pocos riesgos que, pese al ruido con que se ha recibido la noticia, están logrando pasar desapercibidos. Tanto si se trata de una apuesta real, con fines más o menos electoralistas ante un escenario de nuevos comicios, como si se limita a un mero instrumento de negociación (el Gobierno alerta a los familiares de que les privará del inmueble si no aceptan el Pardo como lugar de enterramiento del dictador), lo cierto es que la jugada sólo tiene una víctima segura: el Estado de Derecho. Poco importa cómo resuelvan los tribunales, los riesgos están ya en marcha y sólo cabe esperar.
Asumamos las tesis del Gobierno, esto es, que el Estado tiene legitimación procesal para personarse en la causa y que el título por el que Franco adquirió el pazo es nulo de pleno derecho. En este supuesto, el más favorable para el Ejecutivo, se entenderá que su inscripción en el Registro de la Propiedad queda sin efectos, ya que, conforme al artículo 33 de la Ley Hipotecaria, "[l]a inscripción no convalida los actos o contratos que sean nulos con arreglo a las leyes". Sin embargo, esta falta de convalidación no resultaría suficiente para retrotraer la titularidad del pazo a 1941, pues, dado el número de años transcurrido, no convendría poner el foco en la validez de la compraventa, sino en el juego de la usucapión, también llamada en nuestras leyes prescripción adquisitiva.
Consiste esta figura en la adquisición de derechos y bienes por su posesión continuada durante el tiempo que la ley determina para aquellos casos en que falta título habilitante o éste adolece de vicios no esenciales. Si el título existe pero está viciado, el plazo de posesión para adquirir bienes inmuebles será de diez años entre presentes y de veinte entre ausentes. Si, por el contrario, se carece de todo título jurídico o éste es radicalmente nulo (como sostiene el Gobierno respecto del contrato de compraventa), o si tampoco existe buena fe, el plazo requerido se prolongará hasta los treinta años sin distinción entre presentes y ausentes. Así resulta de los artículos 1957 y 1959 del Código civil, considerándose ausente, según el 1958, "al que reside en el extranjero o en Ultramar". En ambos supuestos se exige que la posesión "sea en concepto de dueño, pública, pacífica y no interrumpida", como parece ser el caso, pues la familia Franco ni ha poseído a escondidas, ni ha sido perturbada en ella ni ha dejado de poseer. Y que lo ha hecho en concepto de dueño, y no en virtud de otra posición jurídica como la de arrendatario, lo ejemplificaría el pago del impuesto de sucesiones tras el fallecimiento de Carmen Polo o, más recientemente, de su hija.
El segundo aspecto que habríamos de examinar para saber si la usucapión está consumada es el inicio del cómputo, o lo que es lo mismo, cuándo comienzan a contarse los treinta años. Parece ilógico pensar que el conteo haya de remontarse a 1941 –año en que se fecha el contrato–, pues no puede exigirse a los afectados que reclamaran el inmueble demandando al entonces jefe del Estado. El Tribunal Supremo tuvo ocasión de pronunciarse sobre un suceso similar en su sentencia de 29 de marzo de 2010 al hilo de unos terrenos incautados en 1937 a una empresa próxima al PNV. Con respecto al día de inicio, el Alto Tribunal dictaminó: "Ha de fijarse a partir de la publicación de la Constitución Española de 27 de diciembre de 1978 (BOE núm. 311, de 29 de diciembre), pues antes (…) existía una imposibilidad práctica, por razones de carácter político, en el ejercicio de las correspondientes acciones recuperatorias". Y ello al amparo del artículo 1969 del Código, a cuyo tenor "[e]l tiempo para el ejercicio de toda clase de acciones, cuando no haya disposición especial que otra cosa determine, se contará desde el día en que pudieron ejercitarse".
En consecuencia, si el inicio del cómputo para la prescripción adquisitiva comenzó el 29 de diciembre de 1978 y la posesión ha de durar treinta años, habrá de entenderse que los Franco adquirieron el día 29 de diciembre de 2008, hace ya más de una década. En otras palabras, para que la reclamación tuviera visos de prosperar debió haberse iniciado antes de ese día. Huelga decir que con esto no se trata de justificar las irregularidades cometidas en la adquisición del recinto ni tampoco la actitud de los Franco en la vida pública española; sólo se pretende exponer un problema jurídico en sus términos actuales, partiendo incluso de las tesis del Gobierno y asumiendo que está legitimado para interponer la demanda.
Ante la alegación de las normas vistas, el ciudadano suspicaz podría intuir que éstas se incorporaron a nuestro ordenamiento durante el tardofranquismo o en los Gobiernos de la UCD, siempre con el propósito de anticiparse a procedimientos judiciales como el que se está desarrollando. Nada más lejos de la realidad. El Código Civil data del 24 de julio de 1889 y, aunque ha sufrido numerosas reformas, ninguna ha afectado a estas disposiciones, por lo que en este punto conserva su redacción primitiva y se limita a recoger una figura que aparece por primera vez en el derecho escrito en el siglo V a. C., con la promulgación en Roma de la Ley de las Doce Tablas. El ciudadano suspicaz podría pensar también que esta figura constituye una rémora de nuestro sistema respecto a los países de nuestro entorno, idea igualmente errónea, dado que está presente en todos los ordenamientos de tradición latina.
Pero lo grave del asunto, al margen de su dimensión legal, se encuentra en los riesgos en que el Ejecutivo ha podido incurrir. Si la Justicia obviara las disposiciones que aquí hemos comentado y fallara que los Franco carecen de todo derecho sobre el pazo, estaría dejando sin efecto una institución clave en nuestro derecho civil, algo sólo posible si acuden a imprevisibles interpretaciones llamadas a sentar precedente y ser alegadas en otros pleitos. Si, en cambio, resuelve en provecho de los herederos del dictador, la ciudadanía que no sepa de leyes se sentirá defraudada, víctima de unos jueces supuestamente franquistas en los que no tiene motivos para confiar y que la obligan a caer en las respuestas fáciles del populismo. En ambos casos, esto no hará sino aumentar el descrédito del Poder Judicial en un momento en que requiere los cuidados de un niño enfermo. Mas lo que parece ignorar Sánchez desde la Moncloa, o Núñez Feijóo desde la Xunta, es que, cuando el ciudadano desconfía de la Justicia y se siente lejos de ella, lo que está en peligro no es el buen o mal nombre de algunos magistrados, sino la legitimación del Estado de derecho.