Ser el invitado en la fiesta y convertirte en protagonista no suele gustar al anfitrión. Suele ser molesto, has tenido la deferencia de ir, pero eso no te da derecho en hacerte el dueño de la noche. Debió pensar eso el Real Madrid el 6 de marzo de 2002, con todo el Bernabéu engalanado para verle ganar una Copa del Rey. Esa noche el Deportivo de La Coruña venía de víctima aunque era un equipo aguerrido, capaz de aguarle la noche a los blancos. Nunca se habló de una final desigual, pero sí de un cierto favoritismo madridista.
Pero el Deportivo comenzó la noche muy bien, con un Mauro Silva impactante. Un mediocentro de los que ya quedan pocos, un jugador descomunal. Se hizo él solo con el centro del campo con su lugarteniente aquella noche, Sergio González, actual míster del Valladolid. Con Fran y Víctor en las bandas, Valerón de enganche y Diego Tristán arriba, el Deportivo hizo una primera parte de ensueño. Sergio anotó en el minuto 6, hubo ocasiones para ampliar y lo hizo Tristán a cinco minutos del descanso. Los invitados ganaban en campo del anfitrión. Una demostración de heroica.
La segunda parte cambió, marcó Raúl pronto, el Madrid se hizo fuerte, se echó arriba y apretó lo indecible. Irureta fue cauto: metió a Duscher, quitó a Valerón y el centro del campo se convirtió en una roca. El cambio tan criticado en Riazor, tan frecuente aquel año, salió bien ese miércoles de marzo, un día frío y raro para la final de la Copa del Rey, habitualmente puesta en el calendario mucho más tarde. El centenario del Real Madrid y la elección del Bernabéu fue la razón para jugarla ese día.
El partido fue muriendo entre escorzos madridistas por intentar el empate y una gran parada de Molina que salvó la Copa para el Deportivo. La noche terminó con el triunfo deportivista, épico, inesperado. La celebración, en un conocido restaurante de la capital, en el salón principal, reservado por el Real Madrid esa misma mañana pero utilizado por otros para regocijo, cuentan, de Augusto César Lendoiro, que siempre sacó pecho de esa hazaña..
De aquella final se habló mucho. De la portería del Madrid, con César ya de inquilino desde quince días antes en un partido en Bilbao donde Del Bosque le dijo a Casillas que iría al banquillo. Se habló mucho de ese Deportivo de La Coruña, para muchos mejor equipo que el que se proclamó campeón de Liga dos años antes. En el 2000 no estaban ni Molina, ni Sergio, ni Valerón ni Tristán, la columna vertebral esa noche en Madrid.
De la final queda la alegría del Deportivo, desbordada después y antes del partido. En la salida para la capital los aficionados se agolparon en el aeropuerto de Alvedro para despedir a los suyos. Entre ellos un bebé que no llegaba a los dos meses de vida y que no sabía qué estaba haciendo allí. Sergio González le cogió en brazos en una foto que se guarda con recuerdos imborrables en casa de los Iglesias-Riveiro. A Sergio no le conozco personalmente pero en una entrevista reciente le pregunté por la instantánea. Recordaba vagamente el momento, pero sí recordaba a la afición, a la marabunta blanquiazul previa a la gran final. A la familia la he conocido años después por cosas de la vida. Al chaval, ya cumplida la mayoría de edad, no le ha dado mucho por el fútbol pero puede decir que se hizo una foto con el capitán del barco. Es un bonito recuerdo.