Quizá el Real Madrid de los galácticos fuera mejor equipo, o el Manchester United de un Cristiano joven pero ya en la élite. Quizá el Milan, entonces campeón de Europa fuera mejor, la Juventus, aquel Deportivo de la Coruña que rozó la machada ese año o el Arsenal, invencible en Inglaterra pero que se trastabilló en Europa. Quizá todos estos equipos fueran mejor que Oporto y Mónaco, pero lo cierto es que portugueses y franceses jugaron la final de la Champions.
Fue una competición rara, en la que pasaron cosas inesperadas. Inesperado es que el Deportivo pudiera remontarle, ante el fervor de un Riazor engalanado, un 4-1 a todo un Milan. Más, cuando cuatro meses antes, este mismo Deportivo había recibido ocho goles en el estadio Luis II. Extraño es que ese Arsenal poderoso en las islas británicas perdiera 1-2 ante un Chelsea vulgar en su propio estadio habiendo empatado a uno en Stamford Bridge. Fue increíble que el Real Madrid de Queiroz, lastrado por el cansancio, perdiera una ventaja de 4-2 en Mónaco. Toda la Champions sucedió de manera impropia pero el fútbol demostró aquel año que el césped es el que dicta sentencia.
Así se llegó al 25 de mayo de 2004, en el Veltins Arena, estadio del Schalke 04, en Gelsenkirchen (Alemania). El Mónaco de Deschamps, que había dejado fuera al Chelsea de Ranieri, se medía al Oporto de Mourinho. Un técnico, el portugués, que había ganado el triplete el año anterior con los lusos (Liga, Copa y UEFA) y que parecía favorito en aquella final. Habían eliminado al Deportivo de La Coruña en una semifinal de infausto recuerdo para los gallegos. Tras el empate a cero en la ida, Riazor acudía en masa para un día histórico, pero el gol de penalty portugués truncó a los de Irureta que, presos de los nervios, no fueron capaces de levantar ese marcador. Visto en perspectiva fue una gran ocasión de pisar una final europea.
Fue una Champions con más historias en toda la competición que en la propia final, que no tuvo mucha. Derlei marcó en la primera parte y los de Mou manejaron perfectamente el partido. Con 1-0 a favor, dos contras machacaron el partido para los portugueses. La noche en la que Mourinho ordenaba a tres de sus jugadores quedarse siempre en medio campo cuando vio que el Mónaco iba desesperadamente a por el empate. Una maniobra que le permitió ser letal a la contra.
El 3-0 de ese partido convirtió al Oporto en campeón digno, justo, pero inesperado. La gloria viene acompañada siempre, al menos en fútbol, de una parte negativa. El equipo se desmanteló casi por completo. Salieron Paulo Ferreira y Carvalho (al Chelsea con Mourinho), Nuno Valente (Everton), Pedro Mendes (Tottenham) y Deco (Barcelona); es decir, la columna vertebral. Lo que quedó de aquel equipo llegó a levantar en diciembre la Copa Intercontinental ante el Once Caldas colombiano, la última vez que se celebró en ese formato de partido único.
Ese día en el Veltins Arena nacieron muchas cosas. La confirmación de que, con espíritu y competitividad, se puede ganar a cualquiera. Nació el Mourinho entrenador, el tipo que había sido segundo de Robson en el Barcelona. Aquel que un año antes había ganado todo con este equipo y que, a partir de ahí, forjó una leyenda que le hizo conquistar de nuevo la Champions en 2010 con el Inter. Esa noche un equipo pequeño llegaba al cetro europeo con todo el merecimiento y el fútbol confirmó su máxima. No hay camiseta, por muy gloriosa que sea, que gane, sola, un partido.