Sacó Juan Mata el córner y Didier Drogba hizo el escorzo de su vida, un remate imposible que se coló cerca de la escuadra de Neuer, que llegó a tocar la pelota pero no pudo hace nada. Era el minuto 89 y el Chelsea empataba la final de la Champions. Müller había adelantado al Bayern siete minutos antes y el equipo bávaro era el dueño y señor del encuentro, con el Allianz Arena vibrando con los suyos pero estas cosas pasan en fútbol. El final llega cuando pita el árbitro.
Alargaba el Chelsea el partido y en la prórroga pasó lo increíble. El Bayern falló un penalti nada más comenzar y se echó arriba. Ocasión tras ocasión, llegada tras llegada a la portería de Cech sin resultado. Hasta la tanda. Entonces fue cuando al equipo londinense se le pudo venir el mundo encima. Cuatro años antes, en Moscú, habían desperdiciado la oportunidad, también desde los once metros, de ganar una Copa de Europa. Era redimirse o morir de nuevo. Y Drogba no estaba dispuesto a que fuera lo segundo. Se erigió en el orador ante el grupo en un corrillo antes de afrontar los lanzamientos.
La historia ya es conocida, la final más increíble, la Champions más inesperada, la temporada más rara que puede tener un equipo. Villas Boas destituido en marzo tras el partido de ida de octavos de final perdido en Nápoles por 3-1. Roberto Di Matteo al rescate. Remontada en Londres, victoria sobre el Benfica, la eliminatoria ante el Barcelona que todos recuerdan, resistiendo en el Camp Nou con diez jugadores desde el minuto 24 y ese gol de Torres, solitario hasta Valdés, en el tiempo de prolongación. Y la final, qué final.
En los penaltis falló Mata el primero. Había anotado Lahm y Mario Gómez hizo el segundo. Anotó David Luiz y marcó Neuer ante su homólogo en un duelo casi nunca visto en tandas. Marcó Lampard y entonces se abrió el cielo para el Chelsea, se cerró la noche para los locales. Falló Olic, acertó Cole y Schweinsteiger mandó la pelota al palo. Drogba, con una tranquilidad pasmosa, sin miedo a nada, lanzó al lado derecho de Neuer. La Champions era suya.
Un tiempo atrás, en 1984, otro equipo inglés había ganado una final de Copa de Europa en casa de su rival y en la tanda de penaltis. El Liverpool se impuso en el Olímpico de Roma al equipo italiano en un partido para el recuerdo. Aquel 19 de mayo de 2012 la historia se repitió y le hizo justicia a un equipo que había perdido de la manera más cruel otra final. La de Moscú, en 2008 con el resbalón de Terry, fue subsanada el año que menos se esperaba. Con un comienzo difícil de pronosticar dado el equipo que poseían los londinenses. Con Villas Boas fuera, Di Matteo fue el salvador. Dos semanas antes de aquello el equipo había ganado en Wembley la Copa al United de Ferguson. Fue un año grandísimo cuando todo eran nubarrones.
John Terry estaba en la grada viendo el partido, preso de los nervios y víctima de la expulsión en el Camp Nou en la vuelta de semifinales. El gran capitán sufría por dentro. De esa final queda el gran partido de Cahill, su sustituto aquella noche. Las lágrimas de Mata que falló el penalti inicial, quedan los buenos minutos de Fernando Torres, que ayudó bastante a aquella Champions. Queda en la retina del aficionado el partido más asombroso nunca visto. Una final preparada para uno, con todos los condicionantes para que fuera campeón el Bayern. Pero ese día no estaba para la normalidad.