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Cristina Losada

¿Son más eficaces las dictaduras?

Los regímenes autoritarios tal vez parecen más eficaces a la hora de controlar a una epidemia. Pero sólo lo son, si lo son, después de haberse mostrado totalmente ineficaces.

Los regímenes autoritarios tal vez parecen más eficaces a la hora de controlar a una epidemia. Pero sólo lo son, si lo son, después de haberse mostrado totalmente ineficaces.
Varios trabajadores con mascarilla por el coronavirus trabajando en una fábrica de China. | EFE

Cuando China confinó Wuhan y otras zonas del país para cortar la epidemia, utilizando toda su fuerza de coerción, muchos en las democracias liberales, también sus gobernantes, pensaron que algo así no se podría hacer nunca en sus países. Fue opinión extendida que sólo un régimen dictatorial podía aplicar un cuadro de medidas tan enormemente restrictivo y coercitivo. La propagación exponencial del coronavirus, primero por Italia, después por la mayoría de las democracias europeas, Estados Unidos y otras, forzó un cambio de opinión. Finalmente, casi todas recurrieron a algún tipo de confinamiento. Con distintas modalidades y diferente grado de coerción, pero siguiendo el modelo Wuhan. Y en línea, claro, con la tradición secular de aislar a los infectados y a parte o toda la población.

La cuestión de qué es posible y aceptable hacer en una democracia liberal en una situación de epidemia galopante, y qué se puede hacer, en cambio, en un régimen autoritario o de tintes autoritarios, abre la puerta a la discusión sobre la eficacia: ¿quiénes son más eficaces en la lucha contra la pandemia? ¿Las democracias liberales, que tratan de hacerlo sin restringir demasiado los derechos individuales, o las dictaduras y dictablandas, donde los derechos no existen o importan poco y se toman medidas expeditivas sin tener que rendir cuentas a nadie?

Las respuestas tardías, parciales o desordenadas de muchas democracias al empuje del virus quizá inclinen a responder la cuestión a favor de las segundas. No limitadas por derechos, oposición, parlamentos, prensa libre y opinión pública, las dictaduras parece que salen ganando del concurso de eficacia. Pero eso es sólo si contamos la mitad de la historia. Y sólo la mitad de la mitad de esta historia. Sólo si olvidamos que la propagación del virus por tantos países del mundo tuvo causa, en el decisivo instante inicial, en la opacidad de China.

Cierto. Esta vez, la dictadura del Partido Comunista no tardó tanto en reaccionar y en reconocer la infección como en 2002, cuando apareció el coronavirus responsable del SARS. Entonces, el silencio oficial fue absoluto entre noviembre y febrero. Pero el retraso, ahora, fue suficiente como para que cientos de miles personas, en pocas semanas, sembraran la semilla por el resto de China y por otros países. No hace falta que haya una voluntad de ocultar una epidemia en ciernes. Aunque esa voluntad no exista, la propia estructura institucional de una dictadura es un impedimento para el flujo de información y un obstáculo para la actuación a tiempo. Y aún tenemos que contar con el hábito de acallar y castigar al que divulgue información no sancionada oficialmente –el médico que da la voz de alarma–. Los regímenes autoritarios tal vez parecen más eficaces a la hora de controlar a una epidemia. Pero sólo lo son, si lo son, después de haberse mostrado totalmente ineficaces.

La ineficacia de la dictadura china en los decisivos instantes iniciales no se podrá conocer ni evaluar. Nadie más que la propia dictadura podrá hacerlo. China vetará en la OMS una investigación sobre el origen de la pandemia que se propone pedir Australia. Con ello cerrará el círculo de la opacidad. Y mantendrá abierto el ciclo de la desconfianza.

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