Hace unos días escuché un discurso de Obama. No porque sea un gran orador, que lo es. Ser un buen orador, en cualquier caso, no es condición suficiente, ni siquiera condición necesaria para tomar las mejores decisiones políticas. Aunque sí es condición para convencer. Pero la primera condición para convencer es proponerse hacerlo. Aquí, me temo, hay que hacer una precisión: llamo convencer a dar explicaciones y argumentos. A razonar una política.
Justamente eso es lo que intentó hacer Obama en el discurso televisado que pronunció desde la Oficina Oval el domingo 6 de diciembre. Explicó qué se sabía en aquel momento de la matanza en San Bernardino (California) y explicó cómo está encarando su presidencia la amenaza terrorista del ISIS. Punto por punto. Por qué era mejor hacer una cosa y no otra. Si bien no faltaron palabras emotivas y grandes principios, el discurso fue ante todo una reflexión. Llamaba a pensar, más que a aplaudir con las orejas.
Quizá me lo he perdido, pero no recuerdo ningún discurso importante de un gobernante o un líder de la oposición en España que optara por los argumentos detallados y no por la retórica grandilocuente, sentimental, cuando no directamente lacrimosa, o la otra especialidad de la casa: la jerga burocrático-tecnocrática. Sí, se manejan datos en el discurso político español, y más desde la crisis, pero con frecuencia no son datos completos ni auténticos. O sea, no son datos. La principal función de esa mercancía averiada es descalificar al adversario, no dar una imagen aproximada de la realidad de que se trate.
Entre nosotros hay guión, el guión del enfrentamiento, pero no hay argumentos. Y si no los hay es porque no se demandan. No hay apenas sitio para un político reflexivo, argumentativo, dispuesto a hablar de las ventajas e inconvenientes de tal o cual medida. Quizá lo haga en privado. En público, jamás. Se prefiere al político que lo tiene todo claro, clarísimo, y aparenta disponer de las soluciones, que siempre son soluciones absolutas y sin fisuras: sin duda. Lógico que la demagogia sea el ingrediente primario de nuestro debate político y que el carrusel de una campaña electoral se pueble de promesas grandiosas e irreales.
Una parte sustancial de los españoles ha llegado estos años a la conclusión de que sus políticos son un desastre. Más aún, que son los culpables de todos los desastres. En tal caso, harían bien en preguntarse cómo es que la democracia española ha podido producir tal colección de malos. Todos ellos puntualmente elegidos por el respetable. Deberían preguntárselo para intentar saber qué buscar y qué rechazar en un político. Y tener en cuenta que las preferencias ciudadanas nunca son ajenas al tipo de político y de debate político que predomina en una democracia.