Es fama que el presidente del Gobierno no se prodiga en entrevistas en los medios españoles. Los que llevan la cuenta consignan que en 2012 concedió ocho a la prensa nacional, pero que durante este año que termina fue mucho más locuaz en el exterior. Incluso se le ve más relajado cuando llega a Bruselas que cuando entra en el Congreso de los Diputados, como si allí llevara zapatos cómodos y aquí unos que le apretaran. Y eso yo lo entiendo bien, porque mi sociabilidad aumenta cuando estoy fuera de España, pero, claro, no ejerzo de presidenta de nada.
Por comprender, comprendo incluso al desdeñado Estanislao Figueras, presidente de la Primera República hasta que se fue a dar un paseo al Retiro y se metió en un tren a Francia. El hombre ya había dado un aviso cuando en un Consejo de Ministros gritó en catalán: "Señores, ya no aguanto más. Voy a serles franco, ¡estoy hasta los cojones de todos nosotros!". Cómo no va uno a simpatizar con ese hartazgo. Los países, como las familias, son insoportables cuando se ponen a ello. Pero los jefes de Gobierno, me temo, están para aguantarlos. O para dimitir si no los aguantan.
El caso es que acaba de hablar Rajoy con seis periódicos europeos, El País entre ellos, y les ha dicho que su mayor preocupación es que todos los Gobiernos europeos, en especial el de Alemania, "tengan claro adónde vamos". Ahí me falta algo. ¿Y los españoles? ¿Tienen claro adónde van? ¿Le preocupa eso al PP? Cierto que un político habla para el público que tiene delante, pero hay buenos indicios de que el Gobierno dedica mayores esfuerzos a explicarse en Bruselas y Berlín que ante los españoles. Es como si diera por sentado que sólo les importan los resultados y no saber por qué se hace lo que se hace.
Esto es algo más que el manido problema de comunicación del partido de centroderecha español. En Estados Unidos, como cuenta el que fuera vicepresidente de la Reserva Federal, Alain S. Blinder, en su libro sobre la crisis (After the music stopped), ni los de Bush ni los de Obama explicaron qué sucedió ni cómo lo afrontaron. De ese modo, dice, se retrasó la recuperación de la confianza económica y –me atrevo a añadir– se debilitó la confianza política. Mutatis mutandis, así ha sucedido en muchos países de Europa.
En los años 30 del siglo pasado, en la hondura de una crisis apocalíptica, el presidente Roosevelt decidió dirigirse a los ciudadanos para explicar unas medidas hasta entonces expuestas en la jerga de las finanzas. Fueron sus célebres charlas junto a la chimenea, transmitidas por la radio. Sin ellas no se puede entender el apoyo popular a Roosevelt y a sus iniciativas, aunque lo esencial es que sirvieron para mantener un vínculo de confianza entre los ciudadanos y sus representantes en momentos de angustia. Hoy, huelga decir, lo de Roosevelt estaría demodé. Pero la incapacidad comunicativa, ergo política, de los modernos tecnócratas-gestores que lidian con nuestra crisis no sólo amenaza con ponerlos fuera de juego, cosa que, en fin, allá ellos. El delito es que dejan un vacío. Un vacío que la purria populista ya está llenando.