Al sociólogo Víctor Pérez Díaz le entrevistaron brevemente antes del primer debate electoral televisado que hubo en España –el cara a cara entre Aznar y González, en 1993– sobre la importancia de los debates. Dijo que lo fundamental es que el público demanda ese tipo de "ritos de paso de los políticos", porque tiene la impresión de que no les conoce mucho y "espera que el carácter del candidato aparezca a través de algo imprevisible". El público, dijo también, tiene que jugar al juego de la adivinanza y "tratar de descubrir lo que hay detrás de la máscara". Contra lo que se cree y se pretende inútilmente, el debate electoral no es una exposición profesoral de programas y propuestas, sino una exposición de los candidatos. De una personalidad y un carácter que se revelarán, por lo general, de forma azarosa, no buscada.
Las ideas de Pérez Díaz sirven muy bien para enfocar los dos debates con cuatro líderes que se han podido organizar en esta convocatoria. La máscara dominante tenía que haber sido la del presidente del Gobierno, que, dada su posición, parte siempre con ventaja. Después de que fallara su intento de boicotear los debates, Pedro Sánchez acudió a ellos con la intención de vestir esa máscara y poco más. Sólo debía ser el estadista de la función, el hombre que tiene el Estado en la cabeza, como se decía de Fraga. Y parecía fácil. Bastaba mantener la máscara en su sitio todo el tiempo. Que no quedara al descubierto, en ningún momento, el vacío que había detrás.
El primer obstáculo para este plan de no debate era la propia campaña socialista, que apostó hace tiempo todas sus cartas al miedo a la derecha. Cada vez que Sánchez bajaba al barro para meter a Casado y Rivera en el saco de las derechas, para meterlos, como diría Revel, en el coche celular de la reacción, o para propulsarlos al pasado por el túnel del tiempo, la máscara presidencial se le caía y asomaba el vacío: no había nada más. Igual pasaba cada vez que acusaba de mentir, y fueron muchas veces, a sus dos contrincantes. De haberse limitado a mover su cabeza repentinamente encanecida en gesto de desaprobación, quizá habría evitado el desliz. Pero no, tenía que entrar en el cuerpo a cuerpo por cuestiones intrascendentes. Tenía que montar el show. Tenía que llevar el libro de Dragó sobre Abascal y ponérselo delante a Rivera para unir la astracanada al disparate de consignar a Ciudadanos como la ultraderecha más ultra de todos los ultras del mundo mundial. Qué gran error.
Qué gran error ha cometido Sánchez al no aceptar un cara a cara con Casado. En el debate a cuatro, su estatus presidencial, su principal valor, su primordial ventaja, quedó desdibujado, borroso, prácticamente invisible. Sólo era uno más. Y uno más que no brillaba. No destacaba por su manejo de los asuntos de Gobierno, esos arcanos únicamente accesibles a los presidentes, ni por su manejo de la dialéctica. Tampoco por su personalidad. ¿Cómo es Pedro Sánchez? Nadie lo sabrá mejor que antes de los debates. Su competidor por la izquierda le sobrepasó fácilmente en actitud. Iglesias fue de hombre tranquilo, como si hubiera madurado desde aquellos tiempos, tan cercanos, en que iba de enfant terrible. La máscara de Iglesias fue la antítesis de sí mismo. Quiso aparecer como un tipo cordial, serio y razonable, el mediador en las disputas y el árbitro de los conflictos. El hombre que quería romper el candado de la Constitución, a la que consideraba obra franquista, resulta que salió exigiendo su cumplimiento. Muy selectivamente, eso sí. Pero Iglesias entendió, mejor que Sánchez, el hastío del público con la confrontación permanente. Aunque haya sido y sea uno de los que más la impulsan.
El papel más difícil era el de Casado, que acudía a su primer rito de paso. Tenía que hacer, a la vez, dos cosas contradictorias. De un lado, vindicarse como el líder un partido con amplia experiencia de Gobierno y por tanto defender y presumir, incluso, de logros de los Gobiernos populares. Del otro, distanciarse de ese mismo pasado, dejar claro que hay un antes y un después entre el nuevo PP que él quiere representar y el antiguo, el que ha perdido la confianza de tantos votantes. Al final, pudo más el instinto corporativo y Casado no trazó raya alguna entre el presente y el pasado, entre el PP de Rajoy y el suyo. Fue así más vulnerable a la intrepidez renovadora de Rivera, quien, sin embargo, tardó en encontrar su tono en el primer debate y no pareció hallarlo en el segundo.
La principal información que aportaron los debates atañe menos a los candidatos que al clima político. Es interesante volver a aquel primer debate de 1993 para encontrar los contrastes. El de González y Aznar fue un debate abierto, sin cronómetro, sin papeles y sin relato. Los dos candidatos hablaron en ocasiones durante cinco minutos seguidos, algo hoy prácticamente impensable. Su tono fue persuasivo. Se atacaban, pero con una deportividad que hoy les hubiera hecho pasar por blandengues. Y, qué gran diferencia, empezaron exponiendo cuál era su idea global de España y cuál el horizonte hacia el que querían dirigir el país. Esto ya no se pide ni se pregunta.
Las diferencias entre el partido de Gobierno y el de la oposición eran enormes en aquella época, pero nadie lo hubiera dicho escuchando a sus líderes. Los dos llamaban a un esfuerzo de todos y a un gran impulso nacional para afrontar los desafíos que entonces tenía España. Si hoy los debates electorales son tan distintos a aquel que inauguró la serie no es sólo por la burocratización que se ha impuesto en este tipo de lances. Es que la política española y la forma en que los políticos se dirigen a los ciudadanos han cambiado. Política y mensajes se han compartimentado al máximo. Y las diferencias se han fosilizado. El periodista Vallés hizo una buena pregunta en el debate en Atresmedia, cuando planteó a los cuatro líderes, ya con escepticismo, si serían capaces de ponerse de acuerdo en un pacto de Estado sobre la inmigración. Quedó claro que no. O que si eran capaces, no iban a decirlo. En esto no hemos ido a mejor. Ah, entonces no había minutos de oro. Todos lo eran.