La parodia de referéndum que culminó este domingo en Barcelona con la expresa bendición de la Abadía de Montserrat, de antiguo conversa a la religión nacionalista, logró aquello por lo que suspiran celebrities, políticos y aspirantes al cuarto de hora de fama: minutos y minutos de publicidad. Fuese en la cadena al servicio de la Generalidad, fuese en la cadena pública española, fuese donde fuese, pues fue, la mascarada no sólo obtuvo el privilegio del anuncio extenso, sino el impagable favor de que se asimilara a una consulta formal y seria. Esto es, tal y como si los recipientes acristalados fueran urnas, los papeles que contenían fueran votos, las mesas estuvieran instaladas en colegios electorales y la farsa toda se tratara de un auténtico referéndum, no menos verdadero por su carencia de efectos "vinculantes".
Más que una gran participación del público, cuyos límites son bien conocidos, los organizadores, miembros de esa sociedad civil fantasma que es mero apéndice del poder, buscaron ese efecto óptico. Así, revistieron la charlotada del ropaje que se reserva para las convocatorias regladas. Pero hasta una consulta de las que se celebran en cualquier república bananera guarda mayor respeto a los procedimientos homologados que la estafa orquestada por los nacionalistas catalanes. Desde diciembre hasta abril ha durado la "votación", cuatro meses durante los cuales entre siete y diez mil voluntarios han perseguido a sus presas por calles y plazas. Por si escaseaban las capturas, rebajaron la mayoría de edad política a los dieciséis y concedieron, generosos, el "derecho de voto" a inmigrantes. Aunque el detalle que mejor exhibe la calidad de la simulación y las garantías que la rodeaban es el lugar donde se custodiaban –es un decir– los recipientes: en los almacenes de un supermercado.
Esa fraudulenta votación que Jordi Pujol califica de "radicalmente democrática", y a la que el PSC reconoce una participación "notable", debería pasar a la historia de la truhanería política como el referéndum del Bon Preu, que tal es el nombre del acogedor súper. No sólo en honor del hospitalario establecimiento, sino como síntesis del señuelo que ofrece el nacionalismo catalán: la independencia como un gran negocio. Y desde luego que lo es el camino hacia ella. Hasta el día de hoy, los dos grandes partidos siempre han dado a los promotores del secesionismo la plena seguridad de que sus maniobras les salen gratis. Qué digo gratis. Aún los premian.