En Francia, el ascenso del Frente Nacional en los últimos años ha encontrado la misma respuesta de los dos grandes partidos (ya no tan grandes) que en aquellas presidenciales célebres en las que el padre de Marine Le Pen llegó a la segunda vuelta. Entonces, en medio de una gran conmoción, la izquierda llamó a sus electores a votar con la nariz tapada a Chirac para impedir que un partido xenófobo pudiera alcanzar la presidencia de la República. Y lo hicieron. Ahora, cada vez que el Frente Nacional se acerca a tocar poder –en las regiones, por ejemplo– los dos partidos se conciertan para evitarlo: retiran la candidatura peor situada y llaman al voto táctico.
Cuando tienen éxito electoral partidos que cuestionan consensos básicos, que son rupturistas, extremistas, ultras o antisistema, se plantea un dilema: ¿se debe evitar por todos los medios democráticos posibles que entren en un gobierno o se debe permitir? Precisemos que ese acceso al poder será limitado, pues si obtienen mayorías suficientes para gobernar por sí solos no necesitan a nadie. Hablo del caso en que su entrada en un gobierno, del nivel que sea, depende de que los partidos institucionales les corten o no el paso.
Igual que en Francia, en otros países europeos donde han cobrado fuerza partidos populistas se viene optando por el bloqueo: por condenarlos al ostracismo. Donde el sistema electoral dispone de segunda vuelta, la operación es más sencilla. Donde no la hay, se han formado coaliciones amplísimas para que esos partidos apestados no toquen poder. En las recientes elecciones regionales alemanas se han hecho combinaciones poco usuales, inusuales incluso para Alemania, a fin de excluir de cualquier pacto y gobierno a Alternativa para Alemania (AfD), el partido antiinmigración que ha levantado cabeza durante la crisis de los refugiados.
En un artículo en El Mundo, Francisco Sosa Wagner e Igor Sosa Mayor preconizaban para España, ante el partido Podemos, el mismo rechazo transversal que ha habido en Alemania frente a la AfD. Decían ahí
(...) la actitud hacia partidos populistas debe ser contundente. Así, la posición de la socialdemocracia española con los populistas que moran a su vera izquierda no encuentra similitudes al menos en los grandes países europeos, donde los partidos institucionales hacen valer la solidez de su bagaje acumulado, de sus trienios políticos y de sus caparazones ideológicos para hacer frente a posturas que nos retrotraen a los aciagos años treinta del siglo pasado.
La propuesta de los profesores es irreprochable a primera vista. Pero el bloqueo sistemático tiene su envés. El rechazo de que son objeto esos partidos, su señalamiento como apestados, la cuarentena a la que les someten, los consolida en su papel de alternativa, de única alternativa, al estado de cosas: a ese sistema que repudian por podrido, injusto, elitista o corrupto, y denuncian como culpable de los problemas de la población. Presumirán incluso, como ya lo ha hecho Podemos, de ser el partido al que todos temen: todos los poderosos, todos los de la casta, todo el establishment. No todo el miedo que dan juega a su favor. Así, en nuestras nuevas elecciones, el miedo a Podemos también puede favorecer al PP. Pero ese miedo y ese repudio les sirven para cohesionar a su electorado y atraer a cuantos quieran dar una buena patada, donde más duela, al statu quo.
La mala noticia, por tanto, es que convertir a estos partidos en parias no sirve para reducir su atractivo electoral. Es más, esa estrategia puede tener el efecto contrario al deseado. La segunda mala noticia es que dejar que toquen poder aquí y allá tampoco es seguro que les haga perder votos. Claro que la peor de las opciones es que consigan tener capacidad de bloqueo institucional sin haberse implicado nunca en responsabilidades de gobierno. Ni bloquearlos ni dejarlos pasar son soluciones óptimas. Conviene saberlo antes de apostar por cualquiera de ellas pensando que son el santo y definitivo remedio.